Por Adriana Fernandez Vecchi
“La ventaja de la edad es haber vivido lo suficiente para conocer”, dijo Cristina Fernández de Kirchner. No es una frase menor. Es una declaración de experiencia, de memoria activa, de quien ha atravesado las etapas más oscuras y luminosas de la política argentina. En un contexto donde el aparato judicial se alinea con los intereses del poder económico y mediático para proscribir a dirigentes populares, esas palabras adquieren un peso histórico que excede lo individual. Porque Cristina no habla solo de sí misma: habla desde un legado colectivo, y hacia un futuro que está en disputa. El fallo judicial contra la vicepresidenta, más que una condena penal, es un acto político. No se trata de justicia sino de escarmiento. No hay imparcialidad sino persecución. Los comunicadores de los poderes concentrados —en su habitual tono de cinismo y espectáculo— no dudaron en festejar el veredicto como si se tratara de una victoria cultural. Pero no es más que una expresión grotesca de la soberbia de los que se creen eternos. La condena a Cristina no sólo busca inhibir su participación electoral: busca, por sobre todo, disciplinar a toda una generación de dirigentes, militantes y ciudadanos que creen que otra Argentina es posible.
No hay que ser ingenuos: esto no es nuevo. La historia argentina está marcada por intentos reiterados de silenciar al campo popular mediante golpes militares, proscripciones, censura, desapariciones y, en las últimas décadas, mediante formas más sutiles pero no menos graves: la judicialización de la política. El lawfare no es una teoría conspirativa. Es una realidad concreta, comprobable y sistemática que atraviesa a toda América Latina. Es el método del poder para desplazar a quienes no se subordinan al modelo neoliberal.
Frente a eso, la historia también nos enseña algo: que todo intento de disciplinamiento encuentra, tarde o temprano, una respuesta. Porque la memoria colectiva no se deja arrebatar tan fácilmente. Porque hay un tejido social que, aunque golpeado, aún respira. Lo que ocurrió tras la condena a Cristina no fue espontáneo ni improvisado: fue una reacción profundamente política y emocional del pueblo. Una irrupción de dignidad. Las calles volvieron a ser escenario de una toma de posición clara, donde el amor vence al odio, donde la memoria confronta el olvido, donde la unidad empieza a visibilizarse como una necesidad vital.
En este contexto, cabe recordar que hacía mucho tiempo —salvo el 24 de marzo— que no veíamos una manifestación tan claramente política, tan cargada de sentido histórico. No fue una protesta sectorial. Fue una afirmación de identidad. El pueblo salió a la calle no sólo para defender a Cristina, sino para defender una idea de país, una historia, una esperanza. La condena operó, paradójicamente, como un catalizador. La dirigencia deberá tomar nota de eso.
Porque Cristina presa —o, en este caso, proscripta— no es solo un ataque individual. Es una advertencia a todo el movimiento nacional y popular. Es una forma de decir: “Esto es lo que les espera si se animan a disputar el poder real”. Por eso, no alcanza con la solidaridad. Es necesario responder con organización, con lucidez estratégica y con una convicción política que esté a la altura del desafío. La dirigencia del campo popular no puede mirar para otro lado, ni refugiarse en la tibieza del cálculo electoral.
Es la hora de la militancia política. De la formación, del debate, de la calle, de la unidad. Y cuando decimos unidad, no hablamos de una sumatoria aritmética de sellos partidarios, sino de una articulación real entre movimientos, sindicatos, organizaciones barriales, juventudes, intelectuales, artistas, cooperativas, y todos aquellos que entienden que la democraacia no se defiende solo en el cuarto oscuro, sino en cada gesto cotidiano de organización y resistencia.
Además, es hora de reconocer que no estamos frente a un Estado de derecho pleno. Estamos ante una democracia condicionada, donde la justicia funciona con una doble vara, donde los grandes medios construyen sentido común al servicio del privilegio. En este escenario, todos —no solo Cristina— estamos bajo una suerte de libertad condicional. Todos somos potencialmente imputables si desafiamos los intereses del poder real. Esa es la gravedad del momento.
Frente a eso, lo que está en juego no es solo una candidatura. Lo que se disputa es el sentido mismo de la democracia. ¿Puede haber democracia sin justicia imparcial? ¿Puede haber democracia con proscripciones políticas? ¿Puede haber democracia con concentración mediática y persecución judicial? La respuesta es clara: no. Por eso, defender a Cristina no es defender a una persona: es defender un principio. Un principio de legalidad, de soberanía, de inclusión.
La historia nos muestra que aquellos que hoy se creen dueños del destino nacional, terminarán siendo juzgados por la memoria colectiva. Porque la historia no la escriben sólo los jueces: la escriben los pueblos cuando se movilizan, cuando se organizan, cuando recuperan la voz. Y esa voz está empezando a sonar nuevamente, como un río que se desborda, como una corriente que, tarde o temprano, dobla la historia.
Esto recién empieza. El peronismo, adormecido, comienza a despertar. Los organismos de derechos humanos, guardianes de la memoria, vuelven a ocupar el centro de la escena. Los jóvenes, que muchos creían despolitizados, están comprendiendo que la política es el único camino para transformar la realidad. Y en esa conjunción de memorias y esperanzas, de pasado y futuro, la unidad popular se alza como la única respuesta posible.
Quienes festejan la condena a Cristina no entienden que están alimentando la fuerza que intentan reprimir. Porque la injusticia no silencia: convoca. Porque la proscripción no inmoviliza: organiza. Porque el amor del pueblo no se puede prohibir.