¿Antipolítica?

Por Sebastián Plut (*)

I. De chico solía leer el diccionario. Conocer palabras que ignoraba y hallar su significado me producía un placer particular. También me sucede actualmente; si al leer una novela doy con un término desconocido, inevitablemente voy a buscar qué quiere decir. Qué humanidad tiene el lenguaje, entonces, si suponemos que sus palabras tienen un deseo, quieren decir algo. Entonces aprendemos cómo se llaman ciertos objetos que ya sabíamos de su existencia, ya los habíamos visto, pero no teníamos aun noticia de su nombre. O, quizá, sabíamos algún nombre y hallamos que tiene algún otro, más preciso o no. Recuerdo, por ejemplo, cuando un libro me enseñó que el picaporte que está en las puertas exteriores de una casa se llama aldaba.Más sorpresa aun me produce el momento en que el aprendizaje de una palabra contiene un descubrimiento. Quiero decir, ya no solo conocer un nuevo vocablo y su significado, sino encontrar que algo tiene un nombre sin que, previamente, yo hubiera imaginado que lo tuviese. El ejemplo, en este caso, puede ser el de otra novela que me hizo descubrir que esos sectores de un parque que contienen plantas o flores y que están separados del resto se llaman parterre. No se me había dado por suponer que ese fragmento de una plaza tuviese un nombre particular.

II. El título está entre signos de pregunta porque intento expresar más una interrogación que una conclusión cerrada. Una pregunta sobre esa palabra a la que recurrimos para describir conductas y discursos del neoliberalismo, la antipolítica. Y no solo la empleamos sino que su uso tiene una frecuencia creciente. ¿Hay, efectivamente, una antipolítica? ¿No es, acaso, una política? ¿Por qué, entonces, le agregamos el prefijo anti? Y también, ¿por qué la usamos tanto? ¿En qué consiste esa nominación? ¿Hemos aprendido el nombre de una acción o descubrimos que hay algo que tiene un nombre?

III. No es mera cuestión de definiciones preciosistas, de un infecundo detallismo, pues en tal caso ni libertarios ni neoliberales tienen nexo alguno con la libertad. Es, más bien, el propósito de someter a examen lo que se va configurando como costumbre discursiva.

IV. Badiou advirtió el riesgo de ver en el nazismo un fenómeno inabordable o inhumano. Al contrario, lo consideró un sistema de pensamiento político que debe ser pensado para aventar el riesgo de que permanezca impensado. ¿Y no encendemos un riesgo semejante al imputar al neoliberalismo el mote de la antipolítica?

V. Repasemos algunos problemas ya abordados en tantas otras ocasiones. Su objetivo es económico. Sus estrategias se centran en las falsas noticias y en la persecución judicial. La fertilidad la obtuvieron al lograr que millones de argentinos estén convencidos de que el peronismo es sinónimo de corrupción y, en su hora, que Macri habría de ser la solución. Es decir, consiguieron que tantas personas se sientan libres para ostentar un prejuicio racista y, también, que esas mismas personas desarrollen una alucinación colectiva (Einstein lo llamó psicosis colectiva).
El procedimiento se revela en el isomorfismo: el evangelista que ve al diablo en la ideología de género; el/la ciudadano/a que afirma “son todos chorros”; el periodista que no cesa de hablar de “la corrupción K”; el psicoanalista que niega hablar de política pero que en todo acto de gobierno (peronista) detecta “perversión”.
En suma, apelan al negativo odiable de un valor consensuado y con ello logran una adherencia inmediata. ¿Es esto antipolítica?

VI. Hay personas que, en su lamento, afirman: “yo no tengo personalidad”. Sin embargo, cuando se describen parecen, más bien, reunir varias personalidades (y no es momento, ahora, de debatir mucho sobre la ambigüedad de este término). La negación identitaria, pues, no se verifica. En rigor, los hechos y la teoría nos confirman que no hay yo sin identificación. Agreguemos: las identificaciones de cada sujeto son múltiples; singulares, familiares y colectivas. Son expresiones de nuestros lazos afectivos y de nuestros sentimientos de pertenencia. Quizá sea porque muchos se presentan bajo la forma de una ausencia de identificación, que consentimos en indicar su posición antipolítica. Está quien dice “yo soy apolítico”, así como su variante, “yo no soy de izquierda ni de derecha”. Estas expresiones subrayan el yo y definen una posición por la negativa.
No muy lejos escuchamos otro enunciado, el de quien grita, cual si fuera razón de una omnipotente inmunidad, “yo pago mis impuestos”. No sabremos acá si todos los que vociferan su prolijidad contribuyente efectivamente son tan prolijos, pero sí advertimos que, al menos por decirlo, se suponen poseedores de una acreencia que ostentan cual privilegio, que no derecho. Nótese que en el tono de la expresión, frecuentemente enfatizan el pronombre posesivo “mis”, como quien no puede intuir jamás que hay un más allá de lo privado, lo individual.
¿Es antipolítico decirse apolítico o no ser ni de izquierda ni de derecha? Para estos posicionamientos Freud definió un sintagma: se trata de las “masas de a dos”.

VII. Visto y considerando que se ufanan de “no venir de la política” (pero bien que se quedan allí), o que su experiencia no es en el ámbito público sino privado (pero bien que han vivido a costa de lo público) y, sobre todo, porque odian al peronismo (y explotan el antiperonismo) es que quizá les decimos, pensamos, que son la antipolítica.
Hay aun algo más. El populismo debate con el modelo neoliberal. Por ejemplo, cuestiona su teoría del Estado así como su diseño económico. Sin embargo, el neoliberalismo ni siquiera respeta las reglas capitalistas que dice defender (a las que sustituye, más bien, por prácticas mafiosas). Asimismo, los neoliberales no debaten con las premisas políticas del populismo, sino que repudian a personas y grupos (“los K”). Es cierto, podemos decir que despolitizan la discusión y la sustituyen por la estigmatización y, más aun, descreen de las propias premisas con las que, en público, hacen marketing. Pero podremos decir que despolitizan si no entendemos que esa es una forma de la política. ¿Seguiremos diciendo, entonces, que son la antipolítica?

VIII. Si los que insultan sin distinción a “los políticos” votan a Macri -o equivalentes-, lo asuman o no, lo adviertan o no, optan por una decisión política. Que Macri -o equivalentes- descalifique las posturas “ideológicas”, se entiende, es una posición ideológica. De modo que toda la jerga antipolítica es el disfraz de una (no tan) nueva política y hasta aquí, debo reconocerlo, no he dicho mucho que no se sepa. Sin embargo, y aun cuando denunciemos que tras la antipolítica se esconde una política, quizá sea necesario identificar nuestro parcial desconcierto. En efecto, pese a lo recién mencionado por momentos pareciera que seguimos respondiendo a la antipolítica. Hay allí un posible desacierto, no absoluto por cierto, por ejemplo en cuanto a la agenda pública.
Pongamos un ejemplo de parcial cercanía: cuando alguien (político, periodista o ciudadano común) en los debates sobre el delito propone la práctica de la mano dura, nos espanten o no las formas en que se reclama, hay allí una idea -sui generis o no- de justicia, hay alguna teoría criminológica, aunque sea ad hoc.

IX. Ellos juegan al odio y el desaliento y con frecuencia les respondemos. ¿Acaso no nos ganan, por momentos, tanto el odio como el desaliento? Quiero exponer, entonces, una hipótesis que quizá sea polémica: si ellos se muestran como “antipolítica”, ¿no nos estamos identificando con ellos -o creyéndoles, al menos en parte- si los tomamos como tal? ¿No es algo de eso lo que se observa cuando no podemos dejar de seguir la funesta agenda que imponen con fake news, el law fare y todo tipo de agresiones? O también, ¿por qué suponemos que debemos cuidarnos de todo lo que digamos, o nos flagelamos ante algún exabrupto propio, cual si de eso dependieran los ataques de la derecha? A cada paso con un mínimo de desacierto o de radicalización de las propuestas, de inmediato salimos a decir, “no les demos letra”. De nuevo, tal vez nos terminamos identificando inadvertidamente o, de modo similar, deseamos creerles en alguna porción.

X. La historia de la antipolítica es larga, posiblemente más antigua de lo que en un rápido vistazo podamos detectar. Al menos en la cronología más reciente situamos al menemismo como un punto, sino de partida, cuanto menos de consolidación. Pese a todo, el populismo supo hacer, supo crecer e imponerse, entusiasmó y obtuvo logros ostensibles. Sin embargo, aun persiste un yerro y consiste, creo, en que no sabemos cómo hablarles. Aun resta entender al interlocutor que tenemos enfrente, en gran medida porque sólo en parte (o en apariencia) hay un interlocutor.
Dos ejemplos resultan ilustrativos: cualquier medida populista ha sido, siempre, más eficaz y significativa para responder a los problemas de inseguridad así como para crear mayor bienestar económico. Sin embargo, a ojos de muchos el neoliberalismo sería la mayor expresión de la lucha contra la inseguridad y de la satisfacción de los intereses personales. Sin pudor, ellos expresan el sadismo vengativo y el egoísmo más descarnado y así logran capturar esos dos capítulos: la lucha contra la inseguridad y el apoyo al interés individual, aun cuando no crean el mínimo logro en ninguno de los dos puntos.
En suma, por qué el garantismo, la mirada más compleja sobre la inseguridad y el discurso sobre lo colectivo no culminan en representar los tópicos mencionados, nos debe conducir a una reflexión sobre los modos de comunicar.

XI. Aunque desentrañamos sus patrañas, su mayor logro estriba en dos rubros: que la atención quede desviada de los deseos e ideales que nos orientan y que se erijan en defensores de lo que, sin duda, son tan dañinos como en cualquier aspecto que bordeen.
La antipolítica es, entonces, la política del egoísmo, de lo banal, de la pasión por el escepticismo. No son, pues antipolítica, en todo caso son anticolectivo y antipensamiento.
Hemos escrito mucho, me incluyo, sobre la subjetividad neoliberal y quizá sea momento de que pensemos en la subjetividad populista. Es tiempo de dedicar un tiempo de reflexión a examinar nuestra propia subjetividad y, en ese marco, identificar cuál es la posición en la que quedamos, cómo nos captura la ominosidad de lo que hay enfrente.
Si no, el riesgo será el que con maestría describió Roberto Arlt en su cuento “Pequeños propietarios”, al relatar la relación entre Joaquín y Cosme: “El éxito de estas cuchilladas lubrificadas con jurisprudencia, no marchitaba aquel odio”.

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(*) Doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Miembro Fundador del Grupo Psicoanalítico David Maldavsky (GPDM). Coordinador del Grupo de Investigación en Psicoanálisis y Política (AEAPG).

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