Por J. Félix Angulo Rasco *
(Desde Viña del Mar, Chile)
Introducción.
Unas colegas y amigas que han intentando transformar los procesos de educación y especialmente las escuelas públicas (municipales) de la Comuna de Valparaíso me pidieron que contestase a la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible gestionar el currículum escolar con foco en las necesidades de aprendizajes de los estudiantes? La pregunta me suscitó una serie de cuestiones y, especialmente, dudas con respecto a los conceptos inscritos en la pregunta. ¿Por qué hablar de gestionar?, y mucho más importante, ¿por qué hablar de aprendizaje exclusivamente? El presente escrito es el resultado tanto de intentar responder dichas preguntas como de intentar ir más allá de ellas mismas.
Gestión y Aprendizaje
Antes de responder a la pregunta formulada, me gustaría hacer un par de aclaraciones. La primera tiene que ver con el concepto de gestionar. La acepción básica de dicho concepto, que en inglés se traduce como management, es la de administrar una empresa o un negocio. Entendida así y aplicada a la educación, cualquier interpretación que queramos hacer no se va a distanciar mucho del concepto de management científico que tanto impacto ha tenido en el campo del curriculum y de la educación bajo el nombre de Taylorismo1. Siendo honestos, gran parte de las opciones que actualmente se proponen a nuestras escuelas se basan en la búsqueda de la gestión más eficiente para incrementar el aprendizaje del alumnado, que es como decir, incrementar las puntuaciones medidas en test estandarizados2. Se tiene la creencia de que una vez que tengamos clara las relaciones cuasi-causales entre lo que los docentes y los centros de enseñanza tienen que hacer para alcanzar los logros o los resultados deseados podremos resolver las necesidades de aprendizaje del alumnado. Además, y con independencia de las críticas generadas por esta forma de entender la educación y el papel de la escuela y del aprendizaje3, nos encontramos aquí con una visión enormemente tecno-burocrática en el que el pensamiento técnico se adapta perfectamente a las necesidades burocráticas del sistema. Dicho de una manera más rotunda: nos encontramos aquí de frente con la tecnocracia en educación (Angulo,1991; Fischer & Mandell, 1997; Mehta, 2013).
La segunda aclaración tiene que ver con el mismo concepto de aprendizaje. En principio podemos afirmar que suele ser una costumbre reducir la educación a aprendizaje. Basta con escuchar a políticos, tecnócratas, gestores de centros de enseñanza y apoderados preocupados por el futuro de sus hijos. La palabra que emana de estos diversos actores es siempre la misma: el aprendizaje del alumnado y su ‘preocupación’ por su mejora y por su incremento. Pero dicha reducción es absolutamente negativa y parcializa y mengua nuestra visión de lo que es la educación y la pedagogía. Como ha señalado Biesta (2005) el lenguaje de la educación ha sido substituido por el lenguaje del aprendizaje. De esta manera aceptamos una enorme inflación del concepto o como lo llama Field (2000) una silenciosa explosión: ambientes de aprendizaje, comunidades de aprendizaje, oportunidades de aprendizaje, experiencias de aprendizaje y aprendizaje a lo largo de la vida, además de aseguramiento del aprendizaje, rendimientos y estándares de aprendizaje, entre otros. Sin embargo, no nos engañemos, en todos estos ejemplos señalados, incluso en el más colectivo como el de comunidades (de aprendizaje), hacemos referencia a algo de naturaleza individual o individualista (Biesta, 2005: 57), que a su vez sirve para comprender el aprendizaje como parte de la mecánica productiva y de transacción económica, muy deseable para una sociedad neoliberal como la nuestra4. Esta lógica, continúa argumentando Biesta (2005), es la que subyace a la idea de que las escuelas se han de adaptar al estudiante ‘que aprende’ (learner), han de generar valor en el que aprende y han de responder por y ser accountables5 de lo que aprende el sujeto que aprende. De esta manera, y como una consecuencia buscada, la educación y la escuela mutan en espacios de producción de ‘aprendizajes’ y por ello de resultados medibles a través de pruebas estandarizadas (Angulo, 2019). En este estado de cosas que, repito, es predominante en nuestra política educativa, se espera que las escuelas sean las instituciones en las que se convierta el dinero (vouchers, subvenciones, matrícula, etc.) en valor (de mercado) para el que aprende (Biesta, 2005). Desde esta lógica, la pregunta sobre las necesidades de aprendizaje se transforma en una transacción económica en la que satisfacer de manera eficiente y a bajo costo, las necesidades de consumo de aprendizaje6.
Pero preguntarnos sobre qué queremos llegar a ser como sujetos (i.e. cómo se desarrollará nuestra/su subjetividad), o qué queremos para las nuevas generaciones a través de la educación, nos enfrenta a un panorama mucho más amplio y complejo. Hablar de educación, sobre su contenido y propósito invoca valores, cosmovisiones, experiencias, prácticas, grandes ideales. En un sentido no trivial, educar es en sí mismo una acción política. Educamos tomando la decisión de hacerlo a través de unos criterios y parámetros que creemos dignos, necesarios y, en el mejor de los casos, justos. La educación, por lo tanto, nos conecta con una riqueza de planos que la mera mención del aprendizaje no pude dar cuenta. Aquí no podemos simplemente afirmar que queremos gestionar la educación; porque la educación no es una materia de gestión, en todo caso organizamos los espacios de relación entre los sujetos y el conocimiento cultural, según lo que aceptamos y entendemos como significativo, importante y, repito, justo. Para ello, apelamos a la profesionalidad de los docentes. Con independencia de las estructuras que rigen un sistema educativo, en la base, justo allí donde la práctica educativa se lleva a cabo, nos encontramos con los profesionales de la docencia; son ellos y ellas las que organizan la experiencia, crean espacio educativos nuevos para que el aprendizaje surja y tenga lugar o se haga presente7. No se trata, por lo tanto, de renunciar al aprendizaje, ni mucho menos. Lo que nos hace seres humanos es nuestra educabilidad (Bering y Bjorklund, 2007:611); nuestro potencial para el aprendizaje y nuestra enorme capacidad para enseñar y educar al otro (Tomasello 2010). El elemento clave la educación es el profesional docente; y el aprendizaje no es, pues, algo externo a los procesos educativos. No podemos simplemente centrarnos en el aprendizaje porque tergiversaríamos y desvirtuaríamos el trabajo docente y la práctica educativa. Claro que necesitamos potenciar el aprendizaje, pero -y es este punto el que quiero enfatizar- no se potencia si no cuidamos de la educación: los procesos y las prácticas educativas. Una mejor educación conlleva un aprendizaje profundo; pero podemos aprender sin lograr educarnos como seres humanos.
Pensar la educación para generar aprendizajes.
Teniendo estas ideas presentes quisiera volver a retomar la pregunta formulada en el sentido de qué podemos entender por aprendizaje. A nuestra disposición tenemos una gama diversas de teorías del aprendizaje (Illeris, 2018b; Pozo, 1989), pero quisiera centrarme en aquéllas menos individualistas y más orientadas socio-culturalmente y a la acción (Roth, 2004; Roth & Lee, 2007; Jonassen & Land 2000; Wells, 2001; Cole, 2003; Tomasello, 2003; Rogoff, 1993; Lave, 1991, 1993; Wertsch, 1985, 1993) que, además, se encuentran refrendadas con lo que sabemos sobre los procesos evolutivos del humano a través de la paleontología (Carbonell & Sala, 2000, 2002; Carbonell, 2007; Angulo, 2014; Bermúdez de Castro, 2016). Los elementos clave que podemos entresacar son los siguientes: mediación, significatividad/intencionalidad, actividad y contexto sociocultural. La mediación tiene que ver con el hecho de que, como enfatiza Cole (2003) los procesos cognitivos están mediados por artefactos8. Dichos artefactos pueden ser diversos e incluso pueden desplegarse en una línea temporal-evolutiva (tal como el cuadro siguiente muestra), desde el uso de herramientas simples (lápices o palabras) a artefactos mentales como la meta-cognición y la autoconciencia pasando por artefactos como normas o ecuaciones matemáticas. Pero los sujetos -aprendices- tienen que comprender el significado intencional del uso de la herramienta, del artefacto o de la práctica social en sí mima; es decir, la finalidad de lo que hacemos. Tomasello (2003) lo ha dejado bien claro: los niños y niñas deben comprender el significado intencional del uso de la herramienta o de la práctica social, i.e., la finalidad de lo que hacemos. ¿Por qué es tan necesario para el aprendizaje ‘comprender el significado’? Porque el homo sapiens crece en medio de los artefactos, en las tradiciones socio/históricas construidas.
TOMADO DE COL (1999: 115).
La mediación de los artefactos no ocurre en el vacío, sino que está situada (Lave & Wanger, 1991) en contextos concretos socio-culturales e históricos en los que la acción tiene lugar. Engeström (2018) señala que se trata de sistemas de actividad, que son una comunidad de múltiples puntos de vista, tradiciones e intereses. El aprendizaje emerge, pues, en ese proceso de interacción de la cognición con el contexto mediado por los artefactos de que se disponga. Illeris (2018: 2) resume este proceso identificando una doble interacción: externa e interna. ‘La interacción externa es un proceso entre el aprendiz y su ambiente social, cultural y material, y la interacción interna es un proceso psicológico de elaboración y adquisición’. (2) El cuadro siguiente representa esta idea.
Tomado y adaptado de Illeris (2918a)
En la gráfica la intencionalidad/significatividad, que Illeris denomina incentivo, “aporta y dirige la energía mental que es necesaria para que el proceso de aprendizaje tenga lugar… su función última es asegurar un equilibrio mental continuo en el aprendiz y, por lo tanto, desarrollar simultáneamente una sensibilidad personal” (Illeris, 2018a: 4); pero, no lo olvidemos, un elemento clave y fundamental es el proceso de interacción mediacional (a través de artefactos) entre el sujeto y el contexto. Nos encontramos aquí con una doble relación. Por un lado, necesitamos artefactos para actuar sobre el contexto, vale decir, sobre el mundo circundante; pero, desarrollamos los artefactos, ‘adquirimos’ nuevos artefactos y los ‘mejoramos’ en el proceso de aprendizaje mismo que es un proceso de encuentro entre la mente y el mundo. Un ejemplo podrá ayudarnos a entender este vínculo doble. La variante humana del gen FOXP2 (que también se encuentra en los Neanderthales), el aumento del cerebro con la especialización de las áreas de Broca y Wernicke, así como otras áreas cercanas (lóbulos temporal y parietal y zonas prefrontales), junto a la adaptación anatómica del aparato fonatorio (tracto vocal), nos permitieron la adquisición y desarrollo del lenguaje (Carbonell y Sala 2000, Agustín, Bufill y Mosquera 2012). Con el lenguaje incrementamos la comunicación, la abstracción, el pensamiento simbólico y la reflexión. Sin embargo, toda esta potencialidad, quedaría en nada sin la socialización cultural propiamente dicha. Como enfatiza Donald (2001), el punto decisivo en la evolución humana no fue el lenguaje, si no la formación de comunidades cognitivas. La cognición simbólica, no puede generarse de manera auto-espontánea, hasta que dichas comunidades son una realidad. ‘La evolución cultural va primero, el lenguaje después’. Nuestra especie necesita desarrollar comunidades como cerebros y mentes en interacción, para que nuestro lenguaje emerja apoyándose en nuestras evoluciones anatómicas y neuronales. A su vez, el lenguaje, propicia grados de socialización y de desarrollo cultural mayores, tanto como la complejidad neuronal y la aparición de la autoconciencia1. Lo mismo podríamos decir de artefactos menos sofisticados como un lápiz o una computadora. De nada nos vale tenerlos a nuestra disposición sin un contexto de significatividad y educativo en el que podamos utilizarlos como mediadores para comprender nuestro mundo de manera más profunda.
Al igual que muchos importantes educadores que nos han precedido como María Montesori, Ovide Declory o Paulo Freire, y al igual que muchos maestros y maestras en nuestras escuelas, la labor profesional de los docentes se encuentra en el diseño de ambientes educativos y curriculares complejos y enriquecedores en los que pueda desarrollarse una interrelación dialéctica entre el aprendiz y el mismo ambiente (Au, 2012). Como nos recordó Dwayne Huebner (1999), la responsabilidad de nuestros docentes es crear ambientes que eduquen y en esa medida el aprendizaje podrá tener lugar.
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