Por Sebastián Plut (*)
Hace poco más de 10 años comencé a investigar, desde la perspectiva psicoanalítica freudiana, el discurso político. Más allá de un puñado de motivaciones personales, no llegué ni azarosa ni arbitrariamente a ocuparme de esos asuntos.En efecto, ya desde bastante antes (comienzos de los ‘90) me había interesado por la psicopatología del trabajo, período en que desarrollé algunas hipótesis tanto para el terreno de la clínica singular como para el terreno institucional.
De los diferentes capítulos que abordé en torno de la problemáticas laborales (significación del trabajo, construcción psíquica de la vocación, estrés, burn out, etc.) quizá haya sido el desempleo el tema que hizo de puente hacia asuntos afines y distantes del trabajo, tales como las migraciones, las crisis financieras, entre otros.
En 1996, si mal no recuerdo, comencé dos actividades académicas que alimentaron este trayecto. Por un lado, cursé la Maestría en Ciencias Sociales del Trabajo, en el Centro de Estudios Avanzados (UBA) y que dejé inconclusa. Por otro lado, David Maldavsky me propuso ser Profesor Titular de una materia sobre psicoanálisis y ciencias sociales en la Maestría en Problemas y Patologías del Desvalimiento (primero en la Universidad Hebrea Argentina Bar Ilán y luego en la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales), asignatura que sigo dictando en la actualidad.
Como cierre de esta introducción y reseña de un recorrido, puedo indicar que el pasaje de un tema a otro (trabajo-política) se consolidó en 2005 cuando finalicé mi tesis doctoral sobre el trauma que padecieron los empleados bancarios durante el corralito.
No será preciso fundamentar demasiado para ver allí un suceso histórico en el que una perturbadora vivencia laboral colectiva reflejó y condensó como un Aleph el mundo de las crisis políticas. En todos estos años, desde aquellos inicios a comienzos de los ’90 hasta la actualidad, publiqué decenas de artículos y cinco libros, dos sobre psicopatología del trabajo y tres sobre psicoanálisis y política.
En los últimos años, además de los textos escritos, tuve oportunidad de exponer mis avances sobre psicoanálisis y política en numerosas y diversas ocasiones: clases de posgrado, seminarios, congresos institucionales, conferencias individuales, mesas redondas, encuentros políticos, presentaciones de libros, jornadas, etc. Habitualmente la recepción de mis ideas fue buena y pude aprovechar lo que surgía en los intercambios con los participantes para profundizar algunas hipótesis, rectificar otras o bien buscar una mayor coherencia y claridad expositiva. Sin embargo, y en paralelo, en muchas de aquellas ocasiones también se me planteó un particular reproche, incluso a veces de modo hostil. En ese reclamo, en rigor, es posible diferenciar dos sectores, una crítica más general y, de modo más particular, una suerte de advertencia.
La objeción global concierne a la relación misma entre psicoanálisis y política y sostiene que uno y otra no tendrían relación alguna, que el psicoanálisis nada tiene que decir sobre la política. Los argumentos que se dan varían, por ejemplo, centrándose en que la política, según Freud, corresponde a las cosmovisiones mientras que el psicoanálisis es una ciencia, o bien que el psicoanálisis trabaja en el campo del “uno por uno” (singularidad) y tal no sería el caso de la política.
El segundo planteo, la advertencia, anuncia serios riesgos en el trabajo clínico de quienes nos ocupamos de estos temas, pues habría un grave e inevitable sesgo en nuestras intervenciones, quedaríamos apresados en una funesta contratransferencia de invariables efectos iatrogénicos.
Vale aquí una aclaración: los autores de estas críticas no solo no son, lógicamente, investigadores en este campo de estudios (psicoanálisis y política) sino que tampoco son conocedores ni ocasionales lectores de la enorme bibliografía existente.
Señalar esto último no pretende establecer criterios de autorización para opinar sino exhibir que la primera de las críticas se funda un desconocimiento (¿negación? ¿desmentida?) de una extensa tradición de textos que comenzó con el propio Freud, continuó de manera constante a través del siglo XX y pervive aun hoy con vigor. Insisto, no se trata de censurar a nadie pero sí de comprender las condiciones en que se desarrollan ciertas polémicas.
Estimo innecesario listar aquí los textos o hipótesis de Freud pues todo ello es bien conocido. En otro lugar, y en esa misma línea, estudié en detalle Psicología de las masas y análisis del yo, mostré la vigencia y potencia de la elaboración freudiana sobre los colectivos y subrayé no solo la valoración manifiesta de Freud (quien incluso cuestiona la visión despectiva que tenían otros autores) sino que también –a partir de sus propias afirmaciones- fundamenté otros dos aspectos: por un lado, las razones subjetivas que explican la aversión a la pertenencia colectiva; por otro lado, que el modo en que muchas veces es citado ese texto freudiano evidencia cómo se lo despoja de su valor para la psicología política (Plut; 2018).
Agreguemos, en relación con el mencionado desconocimiento bibliográfico, dos datos que no carecen de importancia: primero, que investigadores de otras disciplinas (filosofía, economía, ciencias políticas, etc.), antes y ahora, abrevan en la riqueza de las teorías psicoanalíticas, y baste mencionar a Laclau, Zizek, Badiou, Dupuy, Rozitchner, Esposito, Stavrakakis, entre tantos otros. En segundo lugar, que nuestra propia historia argentina del psicoanálisis reúne autores y movimientos que propusieron fecundas articulaciones entre psicoanálisis y política.
Dicho todo esto deseo centrarme en la segunda crítica referida previamente, ya que propone un debate más relevante. En efecto, examinar los problemas contratransferenciales siempre es un asunto vigente e invita no solo a preguntarnos por las posibles implicancias en la posición del analista cuando éste es un investigador del discurso político, sino también a revisar ciertos conceptos como neutralidad o abstinencia (y, por supuesto, el de contratransferencia) cuyo sentido instituido debe permanecer a salvo de devenir en un cemento incuestionable e inmodificable.
Previamente dije que de las dos críticas una es global y la otra específica. No obstante hay un rasgo común que las sitúa en un mismo nivel. En ningún caso la crítica expresada, sea de uno u otro tipo, tomó por objeto alguna hipótesis específica que yo expusiera. Es decir, no surgía de alguna tesis que yo planteara sino que, prescindiendo de mis afirmaciones, los objetores reconducían el debate hacia un terreno excesivamente genérico. Tampoco escuché nunca una reflexión sobre algún caso concreto, esto es, que se mostrara en los hechos cómo estas investigaciones interfieren, presuntamente, en el análisis de un sujeto.
De este modo, la distancia entre lo expuesto por mí y la crítica, sumada a la ausencia de corroboraciones clínicas, si bien no anula de raíz las impugnaciones las coloca en un sitio difícil pues concluyen en expresiones carentes de fundamentación, ajenas a los hechos. Por un lado, ajenas a los hechos clínicos (no se relatan casos); por otro lado, ajenas a los hechos en que yo presentaba mis desarrollos (no se hace referencia a mis proposiciones).
Si bien nunca respondí con lo que sigue, frecuentemente me quedaba un interrogante: ¿Qué se imaginan estos críticos que hacemos en nuestros consultorios? ¿Suponen que intentamos convencer a los pacientes de nuestras ideas políticas? ¿Qué fantasías se les despiertan a quienes se oponen con el argumento clínico? Si como dijo Freud la transferencia (y, por lo tanto, también la contratransferencia) no es patrimonio exclusivo del vínculo analítico sino que es el signo de toda relación intersubjetiva, ¿no se trataría de una suerte de reacción transferencial desplegada en el marco de una conferencia?
Un interrogante va de la mano de esto último: si las cosmovisiones o ideología del analista hicieran de obstáculo para la atención flotante, para escuchar al paciente, ¿acaso quienes no investigan en esta materia estarían inmunes a ello? ¿No es por demás llamativo que se supongan por fuera de las pertenencias sociales, contextuales, de las que todos participamos de diversas maneras? Resulta ocioso dedicar espacio a responder estos interrogantes que ya fueron problematizados desde hace muchos años. Alcanza, pues, con citar (entre tantos otros textos) el trabajo sobre los mundos superpuestos de Puget y Wender (1982).
Sin mucho más surge aun otra observación sobre un hecho curioso. Este campo de estudios sería el único caso en el que quienes lo investigamos estaríamos más inermes frente a los problemas posibles. Por ejemplo, si sostenemos que todos, de modo diferente, estamos atravesados por valores culturales relativos al género, al patriarcado, la sexualidad heteronormativa, etc., posiblemente vamos a considerar que quienes trabajan en estos temas cuentan con mayores recursos para pensar los problemas clínicos, ya sea sobre aquello que es significativo para el paciente como para la implicación propia del analista. Lo mismo diremos sobre cualquier otro saber. Por caso, si un analista es, a la vez, un diestro ejecutante de un instrumento musical, no dudaremos de sus agudas intuiciones para captar rasgos rítmicos o de entonación en el habla de sus pacientes. Pues bien, esto no sucede cuando el psicoanalista investiga el discurso político. Según parece, ese saber no ocupa lugar pero genera perturbaciones varias.
Un paciente puede relatar escenas de su trabajo en una empresa multinacional, o bien podrá comentar algún ilícito menor (por ejemplo, que coimeó a un policía para evitar una multa), quizá describa lo que debió hacer con su pareja para poder abortar, o tal vez nos cuente cómo educa a sus hijos en férreos principios religiosos. Vayamos al interior de ciertas instituciones psicoanalíticas en las que en sus pasillos y salas conviven analistas con sus pacientes también analistas, que a la vez son alumnos o profesores y también se mezclan supervisores.
Resulta notable que siendo tan vasto, y estoy tentado de decir omnipresente, el conjunto de escenas sociales ante las cuales se activan nuestras creencias, nuestras sensibilidades personales, nuestros posicionamientos y, por qué no, nuestros prejuicios, solamente se alerte sobre los posibles riesgos contratransferenciales cuando el psicoanalista habla de… política.
Conviene hacer una precisión adicional. Si hoy un psicoanalista presenta, supongamos en un congreso, un trabajo sobre el nazismo, alguna conjetura teórica sobre la Revolución Francesa, un análisis de la personalidad de San Martín o sobre la Gran Depresión norteamericana de fines de la década del ’20, una reflexión sobre el Génesis bíblico o sobre la monarquía británica, no escucharemos alzarse a esas mismas voces que refutan de plano cuanto digamos.
¿Y cuál es la diferencia?
Sospecho que la clave, el motivo de esta doble vara, está en la actualidad. Parecería que lo intolerable es la reflexión sobre nuestra realidad inmediata, temporal y espacial.
Más que respuestas sobre este punto solo atinamos a proponer un objeto de investigación, a saber, indagar qué se juega en las relaciones entre el sujeto y lo social (“su” social) para que se despabilen ciertas resistencias de indudable fondo de angustia.
Es momento de volver al inicio, cuando optamos por dejar de lado aquella objeción más global que reza que psicoanálisis y política no tendrían entrecruzamientos posibles.
Los argumentos frecuentemente utilizados, ya dijimos, son dos: la oposición entre ciencia y cosmovisión y la supuesta imposibilidad de pensar psicoanalíticamente sobre política dado que nuestra ciencia es “uno por uno”.
Este último argumento, que resalta la singularidad, supone un innegable reduccionismo, incluso dentro de los límites mismos de la clínica. Para todo sujeto, de hecho, el psicoanálisis reconoce determinaciones que no son únicamente singulares y rápidamente podemos apelar a las llamadas fantasías primordiales (como el Complejo de Edipo) para admitir ciertos universales. Asimismo, cuando realizamos consideraciones psicopatológicas, y decimos que un paciente es fóbico, depresivo, etc., no cuesta mucho aceptar que estaremos aludiendo a determinaciones generales. No otra cosa, de hecho, es el agrupamiento que implica todo diagnóstico. Dos sujetos paranoicos, por ejemplo, tendrán delirios diversos, historias familiares diferentes, e innumerables otras discrepancias, pero las condiciones que definimos para incluirlos a ambos en el grupo paranoia sí o sí son comunes a los dos. Y lo ejemplifico con la paranoia pues el mismo Freud, cuando desarrolló su teoría sobre este cuadro psicopatológico, indicó que para corroborar sus hipótesis (sobre la paranoia como defensa frente a un deseo homosexual) consultó con Jung y Ferenczi para determinar si esa condición se cumplía en otros pacientes de igual diagnóstico.
La imposibilidad de cruces porque el psicoanálisis es una ciencia y la política una cosmovisión es una afirmación que debe matizarse. En primer lugar, pues la política también podrá pensarse como ciencia, y de hecho existe formación universitaria en “ciencias políticas”. A su vez, y sé que en esto habrá disidencias con colegas con quienes por otra parte tenemos importantes coincidencias, mi perspectiva de trabajo es la reflexión psicoanalítica sobre la política. En términos metodológicos diría que, en mi caso, el psicoanálisis es marco teórico e instrumental, y la política es la muestra y el objeto de investigación.
Igualmente, prefiero enfocarme en otro aspecto. Es por demás conocido que Freud sostuvo que la psicología social es simultáneamente psicología individual. ¿Cómo conviene comprender la relación que Freud plantea entre ambas psicologías? La mencionada simultaneidad no suprime diferencias pero tampoco, entiendo yo, distingue razones causales, etiológicas. Creo, más bien, que la simultaneidad exige pensar niveles de análisis diferentes según cuál sea el contexto de nuestro trabajo.
Si escuchamos el discurso de un paciente en el consultorio nuestros interrogantes tendrán una orientación específica que no coincide con la que tendrán nuestras preguntas cuando consideramos discursos sociales.
Esta distinción Freud la planteó de otra forma y en varias ocasiones cuando contrastó las neurosis obsesivas y la religión. Se recordará que habló de la neurosis como una religión individual y de la religión como una neurosis colectiva.
Quedó pendiente parte de lo que nos propusimos de inicio, pensar las objeciones que nos plantean en relación con nociones como abstinencia y contratransferencia.
Sobre el primero de estos conceptos (abstinencia) recurramos a Freud una vez más. En uno de los pocos trabajos en que examina la pertinencia, y a su vez las limitaciones, de la abstinencia, señala que si bien la cura psicoanalítica no alienta el goce ni tampoco influye en el sentido de la moral social, no deja de sostener una mirada crítica sobre aquella moral. ¿Cómo entender, entonces, que al mismo tiempo que no estimula el placer ni lo prohíbe, no deja de lado una reflexión crítica? Allí Freud jerarquiza la sinceridad (que no contradice a la necesaria abstinencia) y agrega: “Y no dejamos de comunicar esta crítica a nuestros pacientes; los acostumbramos a apreciar sin prejuicios los asuntos sexuales al igual que todos los otros” (1916).
Esta indicación cobra relevancia porque aquello que difusamente llamamos “lo social” suele ingresar a la sesión. En tal caso, no es tarea del analista decir qué es bueno o qué es malo pero sí trabajar desde la perspectiva de la sinceridad analítica que, ya vimos, incluye un ojo crítico sobre lo que exige el discurso moral. “Por lo demás –agrega Freud- guardémonos de sobrestimar la importancia que pueda tener el problema de la abstinencia en cuanto a la posibilidad de influir sobre las neurosis” (Op. cit.). Recuérdese que tiempo después Freud (1918) planteó una duda sobre la medida en que es posible respetar la abstinencia.
En cuanto a la neutralidad es interesante lo que Freud plantea en su análisis sobre Dostoievski (1927). Dice, sobre el escritor, que oscilaba entre la fe y el ateísmo, aunque finalmente “devino reaccionario” pues la culpa doblegó su inteligencia. Luego, señala Freud: “Aquí nos exponemos al reproche de abandonar la neutralidad del análisis y someter a Dostoievski a valoraciones sólo justificadas desde el punto de vista partidista de determinada cosmovisión”. Agrega que aun cuando esté algo justificado el reproche, queda amortiguado al entender que la decisión de Dostoievski estaba comandada por la “inhibición del pensamiento”.
Hasta aquí, entonces, en cuanto a las categorías de abstinencia y neutralidad, Freud advierte: a) en cuanto a la medida y límites de su posibilidad; b) que no se contradicen con la sinceridad; c) que no deben favorecer la inhibición del pensamiento. Para decirlo de otro modo, y aunque aquí no podamos precisar mejor estos términos, la cura analítica no puede ni debe desoír la realidad, la verdad y el pensamiento.
Por último, consideremos la contratransferencia y, sabemos, Freud (1910) habla sobre el influjo del paciente en el sentir inconciente del analista quien deberá discernirlo dentro de sí. Aunque sea una obviedad decirlo, resaltemos que en ningún texto Freud afirma que la contratransferencia no debe ocurrir, sino que, por el contrario, se trata de un fenómeno clínico inevitable y nuestra obligación será identificarlo. En todo caso, y aun cuando lo califiquemos de error clínico, no debemos hacer recaer sobre él una sanción moral, ya que el analista no debe responder con su sentimiento de culpa sino, nuevamente, con su discernimiento.
Le damos a la contratransferencia, por lo tanto, el estatus de resto epistemológico en tanto consiste en un retorno de lo no teorizado, ya sea por razones personales (formación del analista) ya sea por la naturaleza propia de todo saber científico que, siempre, tiene sus blancos, sus agujeros.
Por ello, más arriba señalamos esa curiosa situación en que este saber que nos ocupa (psicoanálisis y política) es la única ocasión en la que a quienes lo investigamos somos colocados en una posición desventajosa; única variedad de un saber que se volvería en contra en lugar de aportar criterios para el discernimiento.
Cerremos esta carta con un interrogante que toma en cuenta tres premisas expuestas: si la contratransferencia es ubicua, si todos los analistas estamos expuestos a vivencias y sentimientos múltiples (percibidos concientemente o no) y si un mayor conocimiento siempre es un recurso a favor, ¿por qué los analistas que se oponen al nexo entre psicoanálisis y política se horrorizan ante la contratransferencia? Y entonces, ¿cuál es la relación de estos analistas con la realidad, con la verdad y con el pensamiento?
Cierre
Aunque de manera sumaria, procuramos fundamentar la pertinencia de las contribuciones psicoanalíticas para la comprensión de los fenómenos sociales y, en particular, políticos y, a su vez, intentamos mostrar el desacierto de los argumentos de quienes se oponen a tales contribuciones.
Que las críticas que nos exponen revelen su desconexión con los hechos concretos y, a su vez, evidencien una visión moralista de la contratransferencia, las coloca en ese mismo terreno que Freud ubicó las resistencias contra el psicoanálisis: son resultantes de mociones afectivas más que de argumentos consistentes; no se trata de desacuerdos intelectuales sino de una antipatía cuyas razones habremos de hallarlas en motivaciones de otra índole.
No debemos, pese a ello, cejar en nuestros esfuerzos pues finalmente nuestra ciencia, como cualquier otra, avanza a partir de recuperar aquello que, por causas diversas, ha sido excluido y arrojado fuera de sí, porque en caso contrario luego retorna como síntoma.
Freud, S.; (1910) Las perspectivas futuras de la terapia psicoanalítica, OC, Vol. XI, Amorrortu Editores.
Freud, S.; (1916) Conferencias de introducción al psicoanálisis, OC, Vol. XVI, Amorrortu Editores.
Freud, S.; (1918) Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica, OC, Vol. XVII, Amorrortu Editores.
Freud, S.; (1927) Dostoievski y el parricidio, OC, Vol. XXI, Amorrortu Editores.
Plut, S.; (2018) El malestar en la cultura neoliberal, Ed. Letra Viva.
Puget, J. y Wender, L.; (1982) “Analista y paciente en Mundos superpuestos”, Psicoanálisis, Vol. IV, Nº 3.
(*) Doctor en Psicología. Psicoanalista. Autor de los libros El malestar en la cultura neoliberal (Ed. Letra Viva) y Escenas del Neoliber-abismo (Ed. Ricardo Vergara).