Por Daniel do Campo Spada
“La Marcha Blanca del 88 fue un hecho político de suma trascendencia para los docentes: fue el espejo que nos devolvió la imagen de lo que éramos capaces de hacer, la constatación de nuestra propia fuerza”. (Marta Maffei, en declaraciones publicadas por la Asociación Gremial de Maestros de Entre Ríos, AGMER, integrante de la CTERA)1.
El 14 de marzo de 1988, durante el primer gobierno de la actual etapa democrática, los docentes de todo el país hicieron un paro de 42 días que unificó en un hecho irrepetible en la historia del sindicalismo docente a los trabajadores de las instituciones de gestión pública y los que estaban bajo la gestión privada. Los reclamos habían comenzado al cierre del ciclo lectivo de 1987 en base a tres puntos determinados en un congreso de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (CTERA): a) Ley Federal de Educación, b) Estatuto Federal del Trabajador de la Educación y c) Nomenclador unificado del sueldo básico de maestro de grado de jornada simple como salario testigo actualizable por antigüedad.
La movilización incluyó a los docentes no sindicalizados y al resto de la comunidad educativa (padres y alumnos). En forma espontánea la ciudadanía daba su apoyo en las caminatas organizadas por los cinco sindicatos nacionales de educadores (CTERA, SADOP, UDA, CEA y AMET). Se podría encuadrar semejante acción como colectiva pero no llegó a ser un movimiento social, según los términos que Sidney Tarrow expone en su libro:
“…estos efectos a posteriori de la acción colectiva nos muestran que las campañas aisladas no son movimientos sociales. A menos que un movimiento mantenga su interacción con sus oponentes, sus aliados y las autoridades, es rápidamente ignorado y fácilmente reprimido”. (Tarrow, Sidney. Alianza Editorial. 19942)
Las negociaciones aceptadas por el Gobierno de Raúl Alfonsín, que había quedado muy debilitado por las elecciones parlamentarias de 19873 en las que el peronismo renovador encabezado por Antonio Cafiero (quien luego perdería la interna con Carlos Menem) se presentaba como la nueva alternativa a un oficialismo agotado económica y políticamente (con un renacer del poder militar a través de un sector denominado carapintada) no pudieron sin embargo, plasmarse en el ámbito legislativo. Estos levantamientos, junto al estado de decepción que algunos sectores empezaban a manifestar a poco menos de cinco años de gestión hicieron que el Poder Ejecutivo Nacional aceptara rápidamente gran parte de los reclamos en el tema salarial, no así legislativo ya que no disponía de fuerza propia. Exceptuando cuatro jurisdicciones, el resto del país aceptó el nomenclador único aún a pesar de no estar en condiciones de responder con recursos propios. El Diputado Carlos Auyero de la Democracia Cristiana redactó una Ley de Paritaria Docente que al no tener cláusula inflacionaria en pocos meses perdió sus efectos de poder adquisitivo.
En el VII Congreso de la CTERA, en homenaje a esta acción declararon al 23 de mayo Día del Trabajador de la Educación. El lema utilizado fue “los maestros no dejamos de enseñar, enseñamos a luchar”.
En el ámbito de la educación privada fue significativo (y casi irrepetible) el apoyo a la protesta de los colegios dependientes de la Iglesia Católica (mayor empleador del país después del Estado). La actitud comprensiva de los representantes legales de los colegios e institutos era coincidente con el reclamo de mayores subsidios en un momento de tensas relaciones entre el Gobierno Nacional y la cúpula de la Iglesia Católica.
Una publicación de la Unión de Trabajadores de la Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (UTE, integrante de CTERA), recuerda en forma mítica ese suceso:
“Esos cuarenta y dos días fueron de militancia plena. Asumíamos como propia una idea que se había empezado a plasmar en 1973, en la constitución de la CTERA: éramos trabajadores de la educación. Se empezaba a gestar para la mayoría de los docentes con más fuerza la idea de que formábamos parte de la clase trabajadora”4.
En cuanto a la Ley solicitada, los sindicalistas querían unificar el sistema educativo para superar las brechas generadas en distritos pobres desde la descentralización instrumentada por el gobierno de facto en 1979. La denominada Ley Federal de Educación que luego se sancionaría en 1993 durante el primer gobierno de Carlos Menem agudizaría ese problema. A pesar del gran despliegue y reconocimiento social obtenido la lucha interna entre los sectores que seguían a Arizcuren por un lado y a Garcetti por el otro debilitó las posibilidades de negociación de la CTERA.
Julio Godio, Adriana Puiggrós y María Sáenz Quesada en sendas obras sobre movimiento trabajador, historia de la educación y la historia integral de la Argentina posterior a 1810 no le dedican ni una línea a la marcha blanca aunque movilizó (en distintas proporciones y número) a todo el sistema educativo docente en los tres niveles. El nivel universitario adhirió en las últimas jornadas tras duras asambleas en CONADU sobre la autoinclusión o no en el sector docente. Por razones propias de economía de espacio no vamos a desarrollar en este trabajo la temática que incluye dos ejes conceptuales con improbable resolución: a) Los educadores de los niveles inicial, primario y medio tienen dificultades de reconocerse como trabajadores, en clara competencia con lo vocacional y b) los profesores universitarios (muchos de los cuales no tienen título docente) prefieren reconocerse como profesionales y/o científicos-investigadores y no tanto como educadores.
Pablo Gentili, Daniel Suárez, Florencia Stubrin y Julián Gindín5, trabajan sobre los conflictos entre los sindicatos y los gobiernos analizando los estatutos, la inestabilidad laboral, los salarios y la profesionalización, lo que reconocen como consecuencias propias de las políticas predominantes a nivel global entre mediados de la década de los 80 y el final del siglo XX. Los autores admiten lo que se convierte en un enemigo del investigador:
“En este marco, resulta difícil identificar los límites y posibilidades de confrontación de los actores, sus potenciales aliados y adversarios, los espacios en los que se definen nuevos consensos, con independencia del profundo proceso de transformaciones vividas por las sociedades latinoamericanas contemporáneas”6.
Además, los autores interpretan que esas modificaciones han generado no solo una sensación de agobio sino mas bien de amenaza por parte del cuerpo docente.
En 1989, el sector conservador del peronismo liderado por el Gobernador riojano Carlos Saúl Menem (que en internas había derrotado el año anterior al efímero proyecto de la “renovación” conducido por el Gobernador bonaerense Antonio Cafiero) obtiene la victoria electoral y asume la presidencia en el marco de una gran descomposición del gobierno radical. Las primeras designaciones del flamante Poder Ejecutivo anunciaron la aplicación de políticas económicas que difícilmente se hubieran asociado al peronismo clásico. Privatizaciones, flexibilización y eliminación de derechos laborales y un alineamiento automático con sectores de la derecha tradicionalmente antiperonista determinaron un cambio de época. Aunque esto lo desarrollamos en otro capítulo de este trabajo, cabe agregar que la educación pública sufrió un importante impacto como todo lo estatal en favor de las iniciativas privadas.
“El nuevo gobierno acuerda con sectores dominantes de la economía, con los organismos internacionales y la burocracia sindical, a fin de concretar el consenso de terminación de la inflación y de la crisis fiscal e instrumenta estrategias tendientes a subordinar a las FF.AA. al poder civil. (…) el costo social del programa económico lleva a importantes estallidos y protestas sociales”. (s/a. Sindicatos docentes y gobiernos: Conflictos y diálogos en torno a la reforma educativa en América Latina (1990-2003) – FLACSO – 2005)