Por Ángel Saldomando
El título de este artículo es la expresión utilizada por un oyente en una radio argentina al comentar el estudio de Unicef recientemente publicado en que evidencia el hambre en la infancia argentina. Un millón de niños no logra comer dos veces al día.Una expresión similar utilicé al analizar los programas de ajustes y reforma estructural impulsados en América Latina por los organismos financieros internacionales en los años 80 del siglo pasado. Se trató de una guerra social. El fondo monetario y el banco mundial, verdaderos cruzados del consenso de Washington y del neoliberalismo, fueron los principales ejecutores, a los que se entregaron casi todos los gobiernos condicionados o voluntariamente. Los argumentos “técnicos” de tales programas se basaban en la necesidad de estabilizar las economías debido a la inflación, de ajustar para reducir déficits públicos contraer el mercado interno y acumular divisas para pagar la deuda externa. En paralelo había que liberalizar y privatizar para facilitar exportaciones y la entrada de capital externo que apoyara el crecimiento. El bienestar vendría por añadidura, cuando el vaso se colme y derrame sus generosas gotas sobre los que por el momento debían hacer sacrificios.
Nada de eso ocurrió, se destruyeron los mercados internos y el consumo popular, se acuñó el término de “nueva pobreza” para describir la que se agregó a la ya existente. Se concentró la riqueza, se privatizó indiscriminadamente, los países se volvieron más dependientes, se desintegraron redes y organizaciones sociales, aumentó la impunidad de los negocios fraudulentos y de la corrupción funcional al modelo de sálvese quien pueda. Hubo que esperar hasta 2004, en la conferencia del banco interamericano en Rio de Janeiro, cuando cambió el viento y los organismos financieros aceptaron el fracaso del modelo. El boom de las materias primas y las políticas de gobiernos progresistas inició un ciclo favorable para que cediera la pobreza, la desigualdad, se reactivaran los mercados internos, los programas públicos y se reactivaron valores sociales de solidaridad e igualdad. Pero ello no fue suficiente. La informalidad y la pobreza estructural junto con la precariedad laboral y la redistribución del ingreso desigual se mantuvo. Las capacidades redistributivas estatales fueron limitadas, los planes sociales y las redes de asistencia amortiguaron, pero no impidieron la rotación de amplios sectores entre niveles de pobreza y precariedad.
Los sectores económicos dominantes conservaron una gran capacidad de chantaje sobre la economía y las políticas públicas, en amplios aspectos: tributarios, ambientales, evasión fiscal y control monopólico. Vastos sectores de la economía son manejados con prácticas corruptas y mafiosas. El modelo chileno, de inspiración tatcheriana, ha vuelto esta vez no con una dictadura, única manera de imponerlo con esa rapidez y profundidad, sino que bajo gobiernos de derecha. Bajo el gobierno liberal de la Sra. Tatcher en Inglaterra, triplicó la pobreza y se disparó la infantil, mientras se desmantelaban servicios públicos y organizaciones sociales. La pobreza en sus palabras era una “incapacidad personal”. El modelo chileno que quedó de la dictadura es un modelo de estado mínimo autoritario, aunque haya elecciones, una democracia restringida concebida como administradora del modelo, insensible a las demandas sociales que se calificaron de “populistas”, una economía desregulada que privatizaba todo, desde el agua a las pensiones. Se sumó una mezcla bastante burda de ayudas sociales y tasas de crecimiento de un modelo extractivo intenso que tiene el país al borde del colapso ambiental.
La realidad es que el crecimiento fue depredador, el empleo chatarra se dobló de una extrema concentración del ingreso. El 20% más pobre obtiene entre el 3 y el 4% del ingreso y el 20% más rico oscila en torno al 60%. A ello se suma la extrema vulnerabilidad de la población. La pobreza aumentó de 13.7% de la población a un 15.1% en 2009. Es decir, en unos dos millones y medio de personas. Otros estudios señalan que el 40% de la población ha sido pobre alguna vez en los últimos 10 años. En enero 2010 habían 3.5% de familias, es decir 11 millones de personas con la ficha de protección social, que permite acceder a ayudas focalizadas. Es decir, alrededor de un 64% de la población. Sin el gasto social la pobreza según algunas estimaciones, sería un 30% mayor. Es decir, casi un 45% de la población.
Con ello se naturalizó vivir endeudado, con comida a crédito, con tasas usureras en supermercados, bancos y servicios privatizados. El reciente estallido social en 2018 fue expresión del enorme malestar acumulado y del agotamiento de la capacidad de pago y endeudamiento de las familias, pero sin proyecto alternativo se diluyó en tiempos pandémicos.
El crecimiento proyectado por la CEPAL para 2025 es mediocre en general para la región, el más malo es para Haití (-3 %) y Argentina (-3,6 %). Argentina se ha convertido en la expresión más agresiva de la reversión del ciclo progresista y más simbólica porque era el país donde mayor contención social se había logrado. El gobierno de Milei no es nada más que la versión sin tapujos de dos políticas estructurales liberales clásicas de derecha; extrema transferencia de riqueza a los sectores dominantes, ataque en todos los frentes sociales que consideran solo un costo interno que pesa, según ellos, sobre una economía abierta desregulada y basada en exportaciones primarias, Siglo 19 sin adornos. En materia de gestión, no hay ni siquiera política, es la captura directa por grupos económicos de sectores estratégicos o su venta a sectores externos en colusión con ellos. Todo el manual clásico. Discutir de economía con el gobierno de Milei es inútil y también de política. Como lo fue con Thatcher o Pinochet. Es la rigidez del modelo y sus intereses lo que lo impide. Los supuestos racionales para hacer comprender, morigerar y racionalizar ese modelo, por parte de políticos con cara de jugadores de póker y de ajedrez suponen un debate lógico. Pero la lucha política es la de los intereses y de las correlaciones de fuerzas no una discusión de argumentos más o menos sostenibles que en el mejor de los casos son viables o aplicables si se tiene lo anterior. Las discusiones académicas y psicoanalíticas sobre gobiernos como los de Milei, Bolsonaro, Pinochet o Tatcher son impotentes, si de ellas se quiere hacer un instrumento de la acción política. Lo que cuenta es lo que hacen y sus consecuencias, no hay otra pedagogía social y política que esa y es ella la que autoriza la resistencia social de quienes son agredidos por la acción violenta del capital. Pero también en ello hay matices, hay una larga pirámide desde la cúspide de los acomodos hasta la base donde solo se puede esperar ser aplastado.