Por Ángel Saldomando
(Desde Chile, para CEDIAL)
Las incógnitas electorales que quedaban pendientes en Bolivia y Ecuador se resolvieron el 11 de abril. La de Bolivia de acuerdo a la tendencia en curso, reequilibrar las representaciones regionales en el sentido de mayor diversidad y pluralismo contrarrestando la hegemonía del MAS y su triunfo en la presidencial. En Ecuador el triunfo de Lasso inclinó la balanza hacia la derecha, en contra de las previsiones que sugerían el triunfo de Arauz, asociado al correismo. Diversos análisis han buscado explicar algo que se asimila a una derrota de la izquierda y a un avance del neoliberalismo en Ecuador y a una reconfiguración en Bolivia. Las cosas son más ambiguas o menos definidas si se quiere. Lasso ganó, pero no tiene un congreso con mayoría automática, en términos cuantitativos triunfó, pero el espectro electoral por fuera de su porcentaje es mayor, sólo su división posibilitó su llegada a la presidencia. Los sectores indígenas son diversos y si bien animaron el movimiento social contra el FMI y la política de Moreno el año pasado, no están dispuestos a dejarse sumar de cualquier modo y en cualquiera dirección.
En Bolivia igualmente ocurre que se ha abierto un proceso de reconfiguración y aún es prematuro predecir que saldrá de ello. Sin embargo, los análisis que hacen lecturas muy cerradas sobre quien ganó y quien perdió en términos ideológicos debieran incluir alguna visión sobre las configuraciones sociales y políticas, de lo contrario los campos en disputa se vuelven forzadamente únicos, homogéneos, con liderazgos inamovibles. La cuestión es que aparecen otros aspectos. Aparece un voto más pragmático que ideológico, un agotamiento de liderazgos personalizados y de organizaciones políticas que forzaban una representación sin reconocer la diversidad. Particularmente el mundo indígena, que en ambos países ha resultado más diverso y complejo que lo que la denominación sugiere. Ni el MAS es todo Bolivia ni la Alianza País Ecuador y ni Evo ni Correa liderazgos con capacidad de integrar más de lo que ya habían hecho. En definitiva, es un ciclo que se agota y otro que se abre. Y, sorprendentemente, en Perú se dirime la segunda vuelta el 6 de junio entre un profesor, dirigente social salido del interior, Pedro Castillo y la conocida Keiko Fujimori representante de la más tenaz política cambalache limeña. También aquí los análisis que fuerzan una imagen de enfrentamiento entre castro chavismo y democracia, a la Vargas Llosa, así como entre izquierda y derecha en las versiones más partidistas, pueden quedarse cortos. El Perú tiene sin duda movimientos sociales y corrientes ideológicas, pero partidariamente se carece en la actualidad de alguna arquitectura sólida y nacional. Tal vez, otras líneas de fuerza jueguen ahora, como los regionalismos, las diferencias campo-ciudad y por supuesto la cuestión indígena, eso hace más complicado el escenario. Cualquiera que gane tendrán que armar algo que le permita gobernar en esos cruces. Y en el Perú actual ser electo a la presidencia es una cosa, gobernar otra, el historial de los últimos presidentes ilustra la afirmación. Los últimos no terminaron su mandato y los anteriores están procesados.
Y el calendario electoral continúa. De mayo a noviembre habrá elecciones en Chile, Argentina, México, Paraguay, Nicaragua, Honduras. Serán comicios de distinto nivel institucional, de trascendencia y de dificultad. Uno, el de Chile, es histórico en todos los sentidos, por su concentración en el tiempo, por su contexto de crisis, por las eventuales redefiniciones que pueden surgir. Están en juego todos los niveles institucionales y hasta la propia constitución. El próximo gobierno tendrá que lidiar con todo ello, ser parte de la solución o del problema. También pueden tener ese estatus las elecciones de Honduras y Nicaragua, en contextos distintos, pero igualmente difíciles. En ambos países la descomposición institucional es total y de aquí a noviembre pueden pasar todavía muchas cosas.
Sin embargo, si bien las elecciones son en esencia una manera de dirimir las diferencias y políticas, por el método de mayorías y minorías, la cuestión es que entramos en una fase en que estas no alcanzan. Es decir, apenas permiten el recambio o la alternancia política, peor no logran darle sostén a la institucionalidad democrática. Después del fin de la ola progresista, con amplios respaldos electorales y proyectos políticos que crecían en legitimidad, entramos en una fase de creciente debilitamiento institucional y crisis social. Las elecciones continúan sucediéndose, pero en un marco donde la democracia se vuelve un formalismo institucional, detrás del cual se desarrollan prácticas destituyentes, represión de conflictos y judicialización de la política. América Latina ha vivido el ciclo electoral más largo y continuo de su historia desde la generalización de estos con el retorno de las democracias. Aun si todos los procesos son distintos en calidad e intensidad, el hecho que existieran le daban una opción al desarrollo de la institucionalidad y la política. Ahora mientras unos se aferran a ello, otros se embarcan en derivas anti política, donde todo vale, ocultando los intereses que defienden en una nebulosa ideológica, funcional a cualquier circunstancia. Sin embargo, ninguna democracia y su arquitectura institucional puede ser sacralizada, porque en si no son más que marcos normativos. Lo que les da vida y sentido son los proyectos políticos y sociales que la animan y la fuerzan que tengan son la proporción de su solidez. De allí que: o se juntan, generando adhesión y legitimidad o se separan: abriendo el vacío y el debilitamiento para una institucionalidad que se rechaza.
Un ejemplo claro es la crisis en Chile, donde la promesa a la salida de la dictadura, de una sociedad más democrática y justa, se quedó en elecciones sin proyecto, más que la sobrevivencia en la desigualdad para la mayoría y el acomodo impune para la élite. Hasta que entramos en una crisis sistémica en octubre 2019, que deja actualmente al gobierno con 9% de apoyo en la opinión, 8% al congreso y 2% a los partidos políticos. Ninguna elección alcanza en estas condiciones, si no hay proyecto de que le dé sentido y contenido a la sociedad. La pandemia ha diluido la discusión y la movilización en torno a proyectos, la paraliza en la urgencia. Pero ninguna disputa en torno a su manejo superará esa condición y tal vez no irradie nada más que un buen balance sanitario, ojalá, en caso de éxito. La centralidad de un proyecto político y social consistente sigue siendo lo fundamental y parece que las actuales elecciones en diversos países han mostrado ese vacío.