Por Ángel Saldomando
(Desde Chile)
1. CHILE: VIOLENCIA OFICIAL VIOLENCIA SOCIAL
El artista callejero Francisco Martínez Romero, asesinado por la policía durante un control de identidad el viernes 5 de febrero, en Panguipulli al sur del país, profundiza la crisis social y política. La reacción de protesta, en un ambiente particularmente caldeado, con la memoria fresca por la represión del estallido social de octubre 2019, no se hizo esperar. Panguipulli vivió una noche de estallido con 10 instituciones públicas quemadas, incluida la municipalidad, y la policía atrincherada en su cuartel bajo asedio. En los días siguiente tuvieron lugar protestas en varias ciudades. Pese a la pandemia, el control sanitario militarizado, toque de queda, incluido el periodo estival, se siente una ira contenida pronta a expresarse en cuanto la provocación toca la puerta.
Francisco es el último de una larga lista de asesinatos a cargo de carabineros de Chile. Institución policial fundada en 1927 que fusionó diferentes cuerpos existentes en la época. Se ha caracterizado por combinar un nivel de militarización, siempre creciente, con tareas policiales, de orden público y control de fronteras que han jalonado un historial de represión. Con sus 51.728 funcionarios actuales, un policía cada 339 habitantes, la policía chilena es una de las mejores dotadas en relación a su población.
Pese a su historial, durante algunos periodos carabineros gozó de un cierto prestigio. Protegidos por todos los gobiernos, con altos niveles de impunidad, su imagen represiva se cubría en otras épocas con la imagen de servicio a la comunidad e integridad institucional. La dictadura (1973-1989) acabó con esa imagen, la subordinó completamente a su perfil más represivo y la incluyó en siniestras operaciones que la descompuso completamente. La apertura política en cámara lenta, dirigida por el centrismo post dictadura, en su afán de disminuir los conflictos con los poderes fácticos y encontrar una convivencia con ellos, cubrió a las fuerzas armadas y a la policía con altos niveles de autonomía institucional que aseguraron su impunidad. Además, les concedió un manejo discrecional de recursos financieros que terminaron por generar una corrupción estructural. El “pacogate” descubierto en 2016 y que se arrastra hasta, ahora puso en evidencia una mega estructura de malversación de fondos públicos que implica una suma no cerrada de 24 mil millones de pesos. Ella involucra a la jerarquía policial y extiende líneas en intrincadas y sensibles direcciones políticas. Quizá nunca se sepa el todo, para algunos esto fue el precio de comprar la neutralidad política de las instituciones armadas. El “pacogate” destruyó lo que quedaba de la imagen de la institución policial. La represión del estallido social desde octubre 2019, con sus secuelas humanas, sociales y políticas, (más de 400 heridos oculares, miles de detenidos y una decena de víctimas fatales) produjo un odio masivo hacia la institución, particularmente en sectores de la juventud y en los barrios populares. Con cuatro ministros del interior caídos en desgracia por el descontrol de la institución y de la represión, con sus mandos descabezados y los actuales bajo investigación, la policía está al centro de la tormenta y de la crisis. El debate ahora es que se hace. Las alternativas van desde la más radical que pugna por una disolución y una nueva policía post nueva constitución, hasta diversas opciones de reformas y de modernización. Dos conceptos que ubican la cuestión de manera corporativa, que implican diversas combinaciones de continuidad con reingeniería institucional.
El problema de la policía es por definición una cuestión relacionada con el ejercicio del poder: es una cuestión política y esto es lo difícil de asumir. No hay sociedad que pueda tener una policía conectada con la ciudadanía y respetuosa de los derechos humanos, si la práctica y la cultura del poder es represiva, si considera la acción colectiva como una amenaza a sus privilegios y a los sectores populares como enemigos potenciales. Pocas sociedades han logrado un pacto social inclusivo que genere una base de equidad que disminuya o canalice el conflicto social. Chile es un país que nunca ha tenido una constitución de origen democrático, menos aún un pacto social inclusivo y el relato nacional está basado en un chovinismo vacío que oculta la violencia social y la expropiación perpetrada por las elites.
Todo esto está concentrado en el estallido social de octubre 2019. La incapacidad para comprender la situación, es uno de los síntomas más graves del desajuste entre el poder y la sociedad. Lo grave es que entre más se profundiza el desajuste más se agudiza el enfrentamiento, el conflicto deja de ser sólo un revelador de lo que va mal en una sociedad, se convierte en el costo del ajuste entre una nueva lectura capaz de generar una salida y la resistencia a aceptarla. El uso de la policía como guardia pretoriana del poder de una elite atrincherada en su pánico de clase, la ha dejado al borde del abismo. No faltan sectores azuzados por ese pánico patológico, que reclaman mano dura, más represión, estado de sitio y más presencia militar. Ese es otro abismo. El gobierno quiere hacer prueba de autoridad, está en su de derecho, pero la autoridad con una legalidad cuestionada y sin legitimidad reconocida, sin negociación real, solo puede usar la fuerza y agregarse al costo del ajuste.
El uso de la fuerza para restablecer el “buen orden público” se confunde a propósito con la defensa de un orden social que se quedó sin piso político, sin legitimidad. El uso de la fuerza es simplemente leído por la sociedad como abuso de la fuerza. Toda sociedad necesita de una policía, aunque sea para dirigir el tránsito, pero es la naturaleza del poder quien decide su relación con la sociedad y eso en Chile está en crisis.
2. CRISIS MIGRATORIA GOLPEA LA PUERTA
Hay una crisis migratoria en la región, pero cuesta asumirla. El debate sobre la emigración es incómodo, pero se ha extendido por todo el planeta. Repercute en cada país según su historia, su cultura dominante, sus prejuicios. Dada la importancia del fenómeno, por su magnitud e impacto, hay que constatar que estamos frente a un nuevo ciclo de acomodamiento de la población en diversas zonas del planeta.
Unos 300 millones de personas están en movimiento migratorio, 70 millones según Acnur a consecuencia de conflictos, unos 32 millones de latinoamericanos tienen la condición de migrante, ya sea transfronterizo o transnacional. No cabe duda que el manejo de la situación se hace tenso y dramático, como lo ilustra la tragedia del mediterráneo, zonas desbordadas como la isla Lampedusa en Italia o “la jungla de Calais” en Francia. La frontera entre Burkina Faso y Costa de Marfil, el Congo o Uganda. Más cerca, las fronteras de Venezuela, Brasil, Colombia, Ecuador, Perú, Chile, viven tensiones por flujos de emigrantes. Hacia el norte, Costa Rica, Honduras, Guatemala México, Estados Unidos. Estampidas humanas hacia el norte y el sur. De Venezuela hasta Chile, de Honduras a Estados Unidos, de Colombia adónde sea (el país con más desplazados internos y hacia las fronteras, unos 4 millones). Se calcula que unos 6 millones de venezolanos alimentan el último desplazamiento, que dura ya varios años. Un millón a Colombia, otro tanto a Perú, decenas de miles a Argentina, Chile, Brasil Ecuador, no se sabe a ciencia cierta.
El abanico de reacciones que se despliega va desde el puro y simple rechazo de la emigración, basado en un nacionalismo xenófobo; a posiciones de acogida e integración, pasando por diversas variantes de regulación, más o menos estrictas, según el país. La militarización actual de las fronteras en el caso peruano y chileno, brasileño y colombiano es una reacción bajo el enfoque de seguridad nacional, pero también cuenta con presiones internas. El caso más reciente es Colchane en Chile, un pequeño pueblo fronterizo con Bolivia a unos 1.222 km de Santiago. Tiene más inmigrantes como población flotante que habitantes. Su identidad aymara transfronteriza se ve fuertemente afectada produciéndose tensiones y agresiones con los inmigrantes que atraviesan como puedan la zona. Lo mismo está ocurriendo en otros países, donde las tensiones van en aumento. Es el caso de Perú en la frontera con Ecuador en la zona de Tumbes a 1.280 km de Lima. El dispositivo militar se ha coordinado entre ambos países. Colombia, por su parte, en un giro inédito, viene de anunciar que regularizará a un millón de venezolanos en su territorio.
Hay que asumir el problema en toda su crudeza sin refugiarse en conformismos políticamente correctos, en nacionalismos estrechos o en una integración idealizada. Las sociedades abiertas, plurinacionales e integradas son deseables pero difíciles de alcanzar como un todo.
Lo que es básico es que el abordaje no puede hacerse bajo preceptos raciales, discriminatorios y de negación de derechos universales. Las migraciones no son naturales ni voluntarias, son siempre traumáticas. Hambrunas, guerras, invasiones, persecuciones y tráfico de esclavos fueron los motores de esos desplazamientos. Contra toda mitología idealizada, irlandeses, italianos, españoles, galeses, judíos, escapaban del hambre, la pobreza y las persecuciones. Las migraciones intra-europeas no tuvieron un origen distinto como tampoco las que originaron los imperios coloniales en su fase de disolución y las dos guerras mundiales.
Un destino importante en occidente fue América. Dos de los países más receptores fueron Estados Unidos y Argentina. Un punto importante a destacar es que la expulsión de población, en las primeras oleadas, tuvo como contexto que diversas zonas y en particular en América estaban en formación, contaban con amplitud territorial o se forzaba la disponibilidad de estas. Las últimas oleadas carecen de esas condiciones. No es lo mismo recibir 15 millones de personas entre 1900 y 1914, en algunos casos el 10 o 15% de la población de un país (como expulsó Irlanda o Italia) y la misma proporción en la actualidad. Caso extremo es China, que está exportando población a nivel mundial, si desplaza 10% se trata de 130 millones de personas. Las condiciones actuales son más restrictivas y tensas a la llegada, como igualmente las condiciones de partidas de esos flujos siguen siendo traumáticas. Las condiciones en que se operan los flujos migratorios hacen difícil su regulación y generan rápidamente cuellos de botellas y situaciones críticas de integración. Esto es innegable y solo se diferencia por la escala y las condiciones del país de llegada: que disponga o no de políticas adecuadas, de estabilidad y de condiciones materiales.
La integración es difícil en todos los países, con todas sus sombras, y lo es en la actualidad. Los dos factores más potentes de integración han sido tradicionalmente el trabajo y la escuela, el acceso a servicios y el desarrollo de una segunda generación con más posibilidades que la primera. Pero el mundo ya no se debate por un ideal de integración social, universalista, esta mercantilizado, individualista y con población sobrante creada por la globalización. La integración se hace más difícil y conflictiva, por abajo y por arriba.
Los procesos migratorios han tenido diversas características, pero hay tensiones en todas partes. Otras son caóticas y están desbordadas. Al final se configuran zonas de expulsión de población, zonas de tránsito y zonas de llegada, con diferentes niveles de tensión. En general se puede decir que una acción internacional coordinada es difícil de realizar en los tres ámbitos. Pero es indispensable, poco se habla de esto en nuestra región. Es más fácil expulsar población que buscar cómo resolver los problemas internos.
La emigración, a partir de cierto punto, pone de relieve rápidamente las capacidades de integración de una sociedad en todos sus ámbitos, desde el cultural, hasta los servicios. Ello requiere de un debate público y de decisiones basadas en un diagnóstico lo más realista posible. Tres problemas aparecen.
Las condiciones del país para definir políticas de migración y hacerlas efectivas. Como es sabido ni los países con más densidad institucional han resuelto este problema fácilmente. Incluso los que buscaron planificarla se han adaptado paulatinamente al fenómeno que terminó por superar las previsiones originales. Instalar un marco normativo, es inevitable, en torno a las capacidades del país y sus orientaciones en términos demográficos, poblacionales y territoriales. El no tener mínimas nociones al respecto complica considerablemente el problema. La planificación territorial es inexistente en América Latina. Esto lleva a la segunda cuestión: cuál es la proporción y las condiciones de una inmigración integrable. Indudablemente que países con rezagos en términos de servicios, desigualdad y desequilibrios territoriales, terminarán por agregar focos de pobreza y exclusión a los ya existentes. Se crearán guetos para nacionales e inmigrantes como ya está ocurriendo.
Sin condiciones la apertura e integración, así como los niveles de tolerancia, se volverán muy conflictivos. Y no se puede ignorar que, en cierto punto, variable en cada sociedad, el nivel de tolerancia decae. Es difícil determinar con un solo criterio la capacidad de integración de una sociedad, pero algunos parámetros deberían plantearse. También aquí cuestiones culturales y de identidad deben ser tratadas y no ignoradas o sublimadas. El hecho de que pertenecemos todos a la misma humanidad no anula las historias culturales e identitarias. Ignorarlas es un grave error, porque afecta la convivencia y el reconocimiento de nuestra diversidad. El hecho es que no somos equivalentes en términos culturales. Para unos es riqueza y para otros es amenaza y si no se comprende esto y se trabaja sobre ello, no hay solución posible. En espera de que reine la fraternidad universal algo hay que hacer.
3. COLOMBIA PAZ DE SANGRE
¿Quién no se alegró por el acuerdo de paz de Colombia en 2016? Casi todos, América Latina se convertía en una región exenta de conflictos armados, aunque no de violencia. Solo la extrema derecha, Uribe y compañía más toda la oscura constelación de poderes armados de Colombia se opusieron a la paz, narcos, paramilitares, terratenientes, caudillos locales. La paz es un sueño y una reivindicación histórica de la sociedad en la que han muerto personas y buenas intenciones, luego de 60 años de conflicto. Para quienes tenemos un ojo puesto en los procesos y en la historia acordamos el beneficio de la duda, ver para creer. Es que Colombia ha visto muchas tentativas.
Las más importantes han sido con las FARC, la guerrilla más importante y otras tantas con el ELN que finalmente no se plegó a la última en curso. Un pequeño recuento nos muestra al menos 5 iniciativas en 34 años con diferentes presidentes, hasta la concreción de la actual negociación.
Belisario Betancur inició el largo periplo en 1982, Virgilio Barco 1986, César Gaviria 1990 Andrés Pastrana 1998, Álvaro Uribe en 2002 y finalmente Manuel Santos en 2012 concretado en 2016.
Independientemente de lo que se negoció en cada momento: leyes de amnistía, cese al fuego, desarme y desmovilización, espacios políticos, zonas de seguridad, protección de personas, todas se rompieron en el mismo escollo. Ausencia de políticas estructurales relacionadas con las causas del conflicto y la ola de violencia que se produjo y que anuló toda posibilidad de reinserción de la guerrilla.
En el acuerdo actual la reforma agraria es sin duda la cuestión central, debe resolver el grave e histórico problema de la concentración de la tierra y el acceso de campesinos, comunidades y etnias. Todos los demás aspectos están relacionados con el fin del conflicto el desarme y la desmovilización. Todos los que hemos trabajado en estos procesos (Nicaragua, El Salvador, Guatemala) aprendimos por experiencia que al menos se configuran 4 etapas. La negociación, el cese del conflicto, el desarme y la desmovilización y las políticas que deben sostener los resultados alcanzados y particularmente, aquellas que se orientan a las causas del conflicto o cuando menos a su mitigación. Las condiciones que acompañan el proceso son también fundamentales, su degradación puede abortar el conjunto. Es el momento en que se encuentra precisamente Colombia. Como ocurrió muchas veces en el pasado, la oposición política de los sectores conservadores a la paz, se acompaña de una violencia destinada a provocar la reversión de la desmovilización, la desmoralización de los promotores de la pacificación, la desaparición física de líderes sociales y políticos que puedan estructurar un movimiento de amplitud nacional. Según Human Rights Watch más de 400 asesinatos de defensores de derechos humanos han tenido lugar desde la firma de la paz, los asesinatos de líderes sociales aumentaron de 41 en 2015 a 108 en 2019. Además, en 2020 documentó otros 53 casos y está verificando 70 más. según cifras de la ONU entre 2016 y 2020 fueron registrados al menos 710 asesinatos de defensores de derechos humanos. Ello ha hecho que crezca el escepticismo, que grupos de la guerrilla se descuelguen del proceso de paz y que otros se vuelvan reacios a entrar en negociaciones. Sin embargo, no hay futuro para una deriva nuevamente bélica. Por muy accidentado y difícil sea el proceso de paz, Colombia no tiene otra opción, pero la violencia si puede quedar, como otras veces como el recurso subterráneo para bloquear procesos de cambio y de apertura política. El costo es altísimo y lo paga toda la sociedad menos los poderosos. Las organizaciones sociales de todo tipo han conformado redes y alianzas para sostener el proceso, pero la asimetría de poder es evidente y las elites colombianas no arriesgan como para cortar la rama en la que se han sentado por décadas.
Muy interesantes y serios los anàlisis. Son un aporte a la comprensión de los fenómenos abordados. Lo que echo de menos es un marco general de referencia. ¿Cuál es el contexto histórico, político, social y cultural o cada situación analizada se explica en sí misma? ¿Qué ideologías están en pugna en A.L.?
les felicito y me interesa seguirles leyendo.