Por Sebastián Plut (*)
Ante la fulminante sentencia “hay que matarlos a todos”, si logramos salir del espanto que nos produce, nos preguntamos ¿quiénes son todos? La respuesta inmediata la da quien pronuncia la frase: los negros, los judíos, los homosexuales, los chorros, los K, los zurdos, pueden ser parte de la lista. Hasta escuché decir a un peatón, ante la imprudencia de un ciclista, que a “esos” también habría que matarlos a todos.
Ahora bien, si la propuesta de matar es expresión del odio, de la intolerancia más absoluta, ¿de qué es expresión el todos? Nuestro interrogante no es solo por el deseo asesino sino también por su extensión a ese todos del cual un sujeto parece constituirse como su representante.
Aquel todos no solo cumple una función estigmatizante de un grupo (tema que ha sido estudiado largamente) sino que persigue además otros dos propósitos: a) crea un pensamiento desconectado de los hechos y b) con independencia del grupo al que se aluda (homosexuales, mujeres, negros, peronistas etc.) instala negativamente el concepto mismo de todo/s.
Solo para comenzar recordemos cuántas burlas recibió la expresión “todos y todas” instalada por CFK, el debate, las críticas y las mentiras del gobierno en torno del “Fútbol para todos” o aquella triste alusión de Mauricio Macri cuando disparó “¿Qué es esto de universidades por todos lados? Basta de esta locura”.
¿Qué suele decir el sujeto que ostenta su apatía cívica, su desencanto con los políticos? Una y otra vez hemos escuchado la frase “son todos la misma mierda”. Esto es, para exponer su crítica y su decepción realiza las tres operaciones antedichas: la generalización estigmatizante, la prescindencia del análisis de cualquier hecho concreto y el uso del todos como término propicio para la descalificación.
Hace algunas semanas, en estas mismas páginas, reflexioné sobre otra sentencia que se tornó un lugar común, una frase que pareciera alcanzar como demostración de su pretendida verdad: “se robaron todo”. Aquí el uso del impersonal (se) provee una suerte de duplicación del todo, ya que indicaría que un ellos, todos ellos (por ejemplo, los K) se robaron todo. Por este camino cobra fuerza una acusación que suele carecer de nombres concretos o bien, si se menciona a algún sujeto en particular solo se lo destaca como representante de un todos. Con acierto, mi colega Abel Zanotto me indicó que el “se robaron todo” tiene un antecedente genealógico en el “que se vayan todos” de hace poco menos de 20 años.
Insisto en que además de la lógica del prejuicio para denigrar a un determinado colectivo, lo denostado es la idea misma de un colectivo, es la propia categoría todos: si el racismo necesita valerse de la generalización, no es tan solo para expandir su hostilidad hacia el conjunto sino, también, porque la categoría general (el todos) resulta apta, o es más sensible, para despertar el sentimiento de ominosidad.
Es esta la clave, por ejemplo, para comprender el sentido del magistral cuento “Casa tomada” de J. Cortázar en el que, se recordará, dos hermanos huyen de su propia vivienda porque ellos, como sujeto tácito, “han tomado” uno y otro sector de la morada.
Si al designar un todos el acusador adquiere en ese mismo acto la licencia para omitir datos concretos, se promueve por esa vía una simplificación del pensar, se alienta una disminución de la exigencia de trabajo psíquico. Reiteremos que así ocurre cuando el todos es depositario de rasgos puramente negativos. Pese a que el todos en ocasiones alude a un tipo de masa, los fenómenos de regresión que Freud distinguió para algunas de sus modalidades ocurren sobre todo en el conjunto de acusadores que, sin muchas mediaciones, asumen precipitadamente ciertas creencias. El alimento de estas últimas no será, como suele pensarse, el inventario de injusticias que se difunde, sino el estado mental vulnerable de quien claudicó en el esfuerzo de pensar.
Durante años escuchamos informes amenazantes que nos advertían que ciertos políticos pretendían “venir por todo”, y aunque aquí la generalización ya no agrupa sujetos sino bienes, persiste su uso para despabilar ciertas angustias sociales.
Otro ejemplo, algo distante de los citados, tuvo su lugar con posterioridad al nazismo y, más acá, luego de la última dictadura cívico-militar. En ambos casos, la búsqueda de justicia, de castigo a los culpables, tropezó con ciertas tentativas de diluir las responsabilidades en un ambiguo –e impune- “todos somos culpables” (esto ya ha sido estudiado por Hannah Arendt, Giorgio Agamben y Janine Puget). Más allá de los intentos individuales por esquivar el peso de la ley, nótese que el todos se configuró como un territorio admisible para arrojar allí las condenas.
No hace mucho tiempo resurgió en nuestro país el debate sobre el número de desaparecidos durante la referida dictadura. La cifra de 30.000 establecida ya hace muchos años, y no precisamente por el capricho de un usuario del Excel sino por conjeturas fundadas, tiene el valor de reflejar una realidad concreta y, al mismo tiempo, de constituirse también en un símbolo, si se quiere, de un todos. El pretendido conteo de casos denunciados persigue, en su meta negacionista, diversos fines, entre otros, descalificar a los organismos de DD.HH. pero también entronizar el caso particular, los individuos como tal identificados, cual si allí radicara mayor verdad que en el supuestamente ficticio todos de los 30.000.
Parece ser que en estos tiempos, el espíritu de época que nos impregna, el valor privilegiado en el actual zeitgeist, se despliega en la individualidad. Es frecuente, para tomar ejemplos del actual discurso dominante de los políticos, que Mauricio Macri relate su intercambio con los ciudadanos recurriendo al nombre de cada uno de ellos (Cacho, María, etc.) cual si con ello buscara dotar de carnadura a una experiencia supuestamente vivida. No muy diferente es el caso de María Eugenia Vidal quien para demostrar las mejoras que vive el país no se basó en datos macroeconómicos (ni en teoría alguna) sino en una aislada fábrica de pastas que recientemente habría contratado a tres personas. En esa misma línea Elisa Carrió destacó, cual si fuera una información económicamente significativa, que en una provincia le comentaron que las mujeres solicitan mayores servicios en una peluquería. El complemento de ello, de valor inverso, lo expuso sin miramientos Esteban Bullrich, cuando al exponer los logros de la actual gestión aludió a cada día “un pibe más preso”. Cuando uno se recupera de la indignación, y luego de notar que ni siquiera aludió a un “pibe delincuente” sino, a secas, a un pibe, nos damos cuenta que su frase designa a un caso que sería –presuntamente- representativo de un conjunto más amplio (el de los jóvenes) y no a un sujeto singular. En cambio, escuchamos el entusiasmo en la particularización cuando un individuo concreto que cometió un delito es abatido, tal como un reconocido periodista suele decir, festejando, “uno menos” (en una mirada que pareciera la versión criminológica del “todo por dos pesos”). Diferente y más bien a la inversa es el caso de la consigna “ni una menos”, impulsada por amplios sectores de la sociedad en general y por diversos colectivos que combaten la violencia de género, toda vez que allí cada una es tomada como representante de una totalidad (las mujeres) bajo una connotación positiva.
Hace pocos días una taxista me comentaba los cambios producidos por el actual gobierno y que, a su juicio, le parecían valiosos. En rigor, mencionó dos ejemplos: que ahora ella “trabaja más” y que “los chicos ya no se drogan”. A penas le dije que ese dato no era cierto, sin mediar ni un segundo ni pregunta alguna, ella respondió: “no me importa, para mí es cierto”. En este último ejemplo el valor de lo individual se aprecia en el fundamento de su argumentación, a saber, lo que para ella es cierto con independencia de cualquier dato que provenga de la realidad y que pudiera contradecirla. En efecto, no importa qué ocurre con los chicos pues lo esencial es lo que es cierto para ella.
Mencionemos un último ejemplo: la valoración que en ciertos sectores adquirió en los últimos años la figura del periodista independiente. No es mi interés aquí discutir si tal independencia es real o no, o si bajo esa denominación pretenden disfrazarse dependencias económicas o ideológicas. Prefiero, más bien, y más allá de las posibles ocasiones que revelen la hipocresía de ese rol, destacar que aquella figura también nos muestra la hegemonía de un modelo cultural que califica como buena la ausencia de dependencias o filiaciones. Dicho de otro modo, toda dependencia manifiesta será sospechada de infecciosa, fanática o corrupta (en otro plano vital, día a día escuchamos la mala prensa que tiene la dependencia afectiva cual si este término designara una vincularidad siempre patológica y no la importancia que para cada quien tiene la presencia más o menos constante de los otros cercanos).
Hasta aquí podemos concluir que la localización de lo denigrado en un todos es correlativa de: a) la generalización estigmatizante (prejuicio); la pregnancia de la simplicidad y la ambigüedad (perturbación del pensamiento) y c) la ausencia de toda necesidad de fundamentarse en una realidad concreta.
Queda, pues, un interrogante por resolver: ¿qué propiedades tiene el todo/s como para que resulte tan fértil en la mostración de la ominosidad?
Si en la oposición entre elogio del individualismo y demonización del todos, el primero se exhibe como opción inmejorable de acercamiento a las personas concretas, solo en apariencia es así, ya que solo logra argumentar por medio de un distanciamiento insalvable respecto de los hechos concretos. Pretender describir una realidad económica bajo la consideración de un único comercio no guarda nexo alguno con la situación concreta de la economía general del país. Si una persona, en el ápice del solipsismo, intenta aprehender el estado de la infancia escudándose en su exclusivo y excluyente punto de vista, sí o sí queda extrañada de todo acercamiento posible a la realidad material.
En su estudio sobre las masas Freud condenó la visión despectiva que tuvieron autores como Le Bon, McDougall o Trotter. Mi hipótesis es que algunos de esos autores fueron influidos por su posición ideológica ante ciertos sucesos políticos (Revolución Francesa) y también por los hallazgos de Pasteur y Koch sobre las infecciones. Sus descubrimientos abrieron el camino para el estudio del contagio en el nivel psíquico y, a la vez, promovieron un estado de incertidumbre angustiada: los avances científicos sobre el contagio encendieron el contagio panicoso que se expandió como la peste.
Así se revelan los fantasmas del todos, las angustias que despiertan las dependencias, los temores e inseguridades que se inflaman ante la cercanía con el otro y, especialmente, en la vivencia de pertenencia a un conjunto que nos excede.
El contagio afectivo, de hecho, ha sido objeto de una mirada restringida en tanto se lo apreció, sobre todo, desde la perspectiva patológica. No obstante, el propio Freud sostuvo: “en estados excepcionales se produce en una colectividad el fenómeno del entusiasmo, que ha posibilitado los más grandiosos logros de las masas”. Es preciso, entonces, delimitar un tipo de contagio diverso, como cuando un sujeto queda contagiado de la vitalidad ambiental (y ya no de la desmesura de ciertos afectos displacenteros desarrollados en otro).
La aversión al todos, el rechazo a las ligazones afectivas, está en el fundamento del contagio pánico, cuyo desenlace, cuando “cada uno cuida por sí mismo sin miramiento por los otros”, se presenta como una suerte de paradoja: la desocialización de los miembros de un grupo se acompaña de un intenso intercambio afectivo. Cuando un agrupamiento está compuesto por sujetos entre quienes se da una combinación entre presencia física y ausencia psíquica mi hipótesis es que este contagio afectivo constituye el intento de restitución de la intersubjetividad previamente desestimada.
(*) Autor invitado por CEDIAL. Doctor en Psicología. Psicoanalista. Autor de los libros Psicoanálisis del discurso político (Ed. Lugar) y Trabajo y subjetividad (Ed. Psicolibro).
El articulo es un recurso valioso para profundizar acerca de los modos de percibir y/o valorar la realidad que constituye la subjetividad. Un “todos” que nos excluye y exime de actuar, una afirmación “yo lo pienso asi” cuya aseveración particular infunde en el sujeto la seguridad del necio y, en igual proporción lo excluye como parte del todos en cuyo universo no visualiza su yo como elemento del nosotros.
Mgter. Marta Martinangelo