Por Adriana Fernández Vecchi
En la actualidad, se presenta una notable paradoja que interpela tanto a las sociedades contemporáneas como a sus estructuras de poder: la coexistencia de una figura de adulto mayor que ostenta una de las mayores influencias a nivel mundial y, a la vez, la creciente percepción de los adultos mayores como elementos desechables dentro de las dinámicas económicas y sociales. Esta contradicción se manifiesta con particular claridad en la figura del Papa, un líder espiritual que, pese a su avanzada edad, continúa desempeñando un rol central en el escenario internacional, contrastando de manera dramática con las condiciones de vida de millones de jubilados que enfrentan la exclusión y la precariedad. El Papa, como mandatario espiritual de más de mil millones de fieles, no solo encarna una autoridad moral sino que, además, se erige como un referente global en temas de justicia social, diálogo interreligioso y paz mundial. Su palabra resuena en los foros multilaterales, es escuchada por jefes de Estado y considerada por influyentes organismos internacionales. Las expectativas mundiales depositadas en su liderazgo, especialmente en tiempos de crisis humanitarias y polarización política, son una muestra fehaciente del reconocimiento a la sabiduría y experiencia acumuladas a lo largo de los años. La longevidad, lejos de ser un obstáculo en su caso, se traduce en una fuente de legitimidad y autoridad que trasciende fronteras y culturas.
Sin embargo, esta visión de la vejez como un activo social contrasta profundamente con la realidad que enfrentan la mayoría de los adultos mayores. En diversas sociedades, los jubilados son tratados como variables de ajuste dentro de sistemas económicos que priorizan la rentabilidad por encima del bienestar humano. Con sueldos indignos, muchas veces insuficientes para cubrir las necesidades básicas, personas que han contribuido durante décadas al desarrollo de su país se ven forzadas a continuar trabajando de manera informal o, en el peor de los casos, a subsistir en condiciones de pobreza y desamparo. Este escenario se agrava aún más en contextos donde prevalecen políticas libertarias, las cuales, bajo la premisa de reducir la intervención estatal y privilegiar el mercado, terminan demostrando una profunda insensibilidad hacia las necesidades de los sectores más vulnerables. Tales políticas, al debilitar los sistemas de seguridad social y limitar la protección pública, dejan a los jubilados expuestos a una precariedad aún mayor.
No es casual que, de manera sostenida, cada semana —en jornadas que se repiten los días miércoles y que, con perseverancia, reclaman por una mejora en las condiciones de las jubilaciones— adultos mayores hagan oír su voz en las calles. Estas manifestaciones pacíficas no solo evidencian la difícil realidad que atraviesan, sino que también reivindican el derecho a una vejez digna y a un reconocimiento acorde con los aportes realizados a lo largo de sus vidas.
Este contraste invita a una reflexión profunda sobre la manera en que las sociedades conciben el envejecimiento y el rol de las personas mayores. Resulta imperativo replantear las estructuras económicas y sociales para garantizar una vejez digna, en la que la experiencia y los aportes de los adultos mayores sean reconocidos y valorados. La dignificación de las pensiones, el acceso a servicios de salud adecuados y la promoción de su participación activa en la vida comunitaria son aspectos fundamentales para revertir esta tendencia de exclusión.
Pensar la señal, mientras el mundo aplaude la influencia de un Papa adulto mayor que lidera con sabiduría, no se puede soslayar la responsabilidad de crear sociedades inclusivas, donde la edad no sea motivo de marginación sino de reconocimiento y respeto.