Ricardo E.J. Ferrari*
Es a través de la cultura que el ser humano trasciende aquello que le viene dado. La relación entre el humano y la cultura es una relación dialéctica. El humano es el ser que produce la cultura y la cultura es la que lo humaniza. La cultura es una unidad de consensos. Un fenómeno que homogeniza y aliena. Esta alienación es la condición ineluctable para poder habitarla. Todas sus manifestaciones, inhieren en una esfera axiológica. Los humanos producen valores, los comparten y reproducen como condición de hacer posible la convivencia. Vivir con los demás es posible a partir de producir consenso axiológico.
Se han dado muchas definiciones del vocablo cultura. Citaré la definición antropológica que Patrice Bonnewitz da en su libro La sociología de Pierre Bourdieu:
“El término “cultura” tiene diversas acepciones.
Tiene en primer lugar un sentido antropológico, por el cual designa las maneras de hacer, sentir y pensar propias de una colectividad humana. Esta noción global se construye en oposición a la de naturaleza: compete a la cultura todo lo que se adquiere y transmite (contrapuesto a lo innato), todo lo que hace de los hombres seres creadores de sus propias condiciones de existencia. En ese sentido, todo grupo humano comparte una cultura, ya que toda sociedad, cualquiera sea, elabora prácticas técnicas y reglas de conducta y construye una representación del mundo, etc.” (Bonnewitz,2003:78-79)
Una de las manifestaciones de la cultura es el trabajo. En todas las formaciones culturales, el trabajo ocupa un lugar fundamental. En este sentido recordemos que Lévi-Strauss nos advierte que, el intercambio es el hecho primordial de la convivencia y que en toda comunidad humana se dan tres tipos de intercambio: Intercambio de mensajes, intercambio de mujeres e intercambio de bienes y servicios. Éste último es el que se relaciona con el mundo del trabajo.
Entonces; el lenguaje, la unión conyugal exogámica y el trabajo son, desde la perspectiva de la antropología estructural, tres universales presentes en todo relativismo cultural.
Podemos definir el trabajo, como la producción de bienes y servicios con el fin de satisfacer las necesidades de toda comunidad humana. El ser humano trabaja, e intercambia los bienes y servicios que produce, con otros seres humanos. Esta necesidad de intercambiar da cuenta de la conciencia humana con respecto a su condición precaria. El otro, con quién se intercambia, aparece como un ser necesario para compensar esa precariedad. Hay una conciencia o un saber preconceptual, de que el otro es necesario. Que tiene mejores perspectivas de satisfacción unirse a él, que destruirlo para quedarse con sus bienes.
En el origen del trabajo, encontramos entonces, una cierta conciencia del otro como alguien que representa la posibilidad de mejorar las propias condiciones de vida. El otro puede darnos aquello que, por nuestras limitaciones, no podemos obtener por nosotros mismos y a su vez nosotros podemos darle lo que él no puede procurarse. Su presencia enriquece el horizonte de expectativas. Por un lado, restringe el narcisismo y por otro amplía nuestro yo. Es por su presencia que accedemos a una realidad de múltiples matices.
Siguiendo la enseñanza de Lévi-Strauss; tanto el trabajo como la unión conyugal exogámica y el lenguaje, como fuentes de comunicación con los otros; serían un pasaje de la enemistad a la alianza. Del deseo de matar al otro, a la conveniencia de respetar su vida y, por ende, la propia vida; ya que el otro, en esa “guerra de todos contra todos”, también puede eliminarme.
Lo heterodestructivo puede volverse autodestructivo. Se trataría de un pasaje, en términos psicoanalíticos, de un predominio de Tánatos a un predominio de Eros.
La condición de la convivencia es entonces, el intercambio.
Para Lévi- Strauss, no hay modo de pensar lo humano por fuera del intercambio. Este intercambio hunde sus raíces en la prohibición del incesto, la que, por ser una regla, es relativa, es decir, cada cultura define lo que es un pariente próximo y por lo tanto prohibido, y al mismo tiempo es una regla universal; esto quiere decir, que no hay formación cultural en la que no exista esta prohibición. Leemos en el texto de Lévi-Strauss:”…Porque la prohibición del incesto no es una prohibición como las otras; es la prohibición bajo su forma más general, aquella a la que tal vez se reduzcan todas las demás…” (Lévi-Strauss, 1969: 571).
Según Lévi-Strauss, la ley de toda posibilidad de vivir juntos es la de que “no se puede ganar sin perder”.
La condición de la vida humana depende de proscripciones y de prescripciones.
El psicoanálisis nos enseña que el desarrollo humano y la convivencia inherente a éste, suponen un pasaje del narcisismo primario a la restricción del narcisismo, con el consiguiente miramiento por el otro. O bien un pasaje del predominio de la libido yoica al predominio de la libido objetal. Este pasaje supone también habilitaciones, que le permitirán al yo expandirse como consecuencia de la liberación de los vínculos incestuosos de los primerísimos tiempos de la vida,
El mundo del trabajo va a estar representado, entonces, por el intercambio de bienes y servicios, y cada cultura y cada período histórico nos muestran diferentes modos de intercambiarlos.
Así como cada formación cultural define sus propias reglas lingüísticas y matrimoniales, también define sus reglas económicas. Es decir sus modos de encarar el problema de la producción y la distribución de los bienes y servicios.
El trabajo supone la presencia del otro. No se trata sólo de la producción de bienes. Toda vez que trabajamos, lo hacemos con otros, para otros y también, muchas veces, en contra de ellos. Y en esta última alternativa reaparece Tánatos con toda su fuerza.
Se suele observar de manera más o menos implícita, en el mundo capitalista neoliberal, la voluntad, en los grandes grupos empresariales, de destruir a la competencia. Nosotros o ellos; en lugar de nosotros y ellos. En este sentido, el miramiento por el otro, al que nos referíamos más arriba, es también un trabajo; el trabajo que supone toda restricción del yo por presencia del otro. Ese trabajo de consideración del otro, que debe realizar todo niño, obligado al principio; para que luego, y en la mayoría de los casos, surja la pulsión social por transformación de las pulsiones egoístas.
Recordemos que el origen semántico del término trabajo deriva del latín medieval tripalium (instrumento de tortura que consistía en tres palos fuertemente unidos y en los que se ataba a la víctima para infligirle golpes que alcanzaban hasta la rotura de huesos) y cuyo verbo es tripaliar, que significa, llevar a cabo este tormento. De tripalium y tripaliar derivan en castellano, los términos trabajo y trabajar.En su etimología, la palabra trabajo, lleva la connotación de tortura, de algo que hace sufrir. Recordemos que en la Biblia, ya aparece la admonición: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Encontramos desde antiguo, un lazo entre trabajar y sufrir. El trabajo y el sufrimiento están ligados con el pecado original. Ese pecado es el deseo de saber, que Dios castiga, expulsando a Adán y Eva del paraíso terrenal. El trabajo y el deseo de saber son paridos en el sufrimiento. En este sentido, tanto el trabajo como el saber, no serán sin cierto costo, sin cierto sufrimiento que habrá que aprender a tolerar.
A diferencia de otros seres vivientes -las hormigas, las abejas – el trabajo humano no está inscripto en su ser. No hay esencia de lo humano ligada al trabajo. A través del trabajo los humanos transforman aquello que les viene dado. Pero este acto de transformación no es instintivo. El humano nace en un mundo humano. El mundo y la transformación de él, por parte del humano, son la misma cosa. El mundo es siempre mundo humano. Eso que llamamos naturaleza está impregnado de esa presencia que la nombra. No hay naturaleza, ni salvajismo por fuera del ser hablante. Leemos en Simone de Beauvoir: “(…) rien de ce qui arrive à l´homme n´est jamais naturel puisque sa présense met le monde en question.”. “(…) nada de lo que sucede al hombre es nunca natural pues su presencia pone el mundo en cuestión.” (de Beauvoir,1997:152)
Podemos definir el trabajo como la transformación humana del objeto (del latín obiectum: lo que está puesto delante de mí; lo que está arrojado frente a mí) En ese acto de transformación hay también una autotransformación; un trabajo sobre sí mismo. El hacer nos enseña nuestros alcances y limitaciones y en ese sentido enriquece nuestro saber-hacer. Todo trabajo pone en acto un saber-hacer. Es la praxis de un saber-hacer.
Sabemos que Freud definió la salud mental como la capacidad de amar y trabajar. Dejours va a complejizar esta definición advirtiéndonos que el trabajo puede ser tanto una fuente de salud como de morbilidad y también de mortalidad. Trabajar entonces no es sólo producción, es también ser capaz de estar con los demás. En ese sentido a todo trabajo se le agrega siempre otro trabajo, la presencia de los otros. Esa presencia, que a veces, nos lleva a decir, como Sartre en su obra “Huis clos” (“A puerta cerrada”): “L´enfer c´est les Autres” (“El infierno son los demás”). (Sartre,1986:93). Lo contrario también es cierto, y ese trabajo que implica estar con los demás, tiene consecuencias vitales: encontrar amigos, enamorarse, ser reconocido en su saber-hacer, etc. Al respecto leemos en Dejours: “En la situación común de trabajo, trabajo siempre para alguien: un patrón, mis subordinados, mis colegas, o para un cliente. El trabajo es también y fundamentalmente intersubjetivo. Por este motivo el trabajo proyecta al sujeto también, directamente, de golpe, en el vínculo social.” (Dejours, 2000:3).
Sabemos también que la historia del trabajo está recorrida por la humillación, el desprecio y la explotación. Las tareas más rudas y repetitivas han sido siempre asignadas a los sectores más bajos de la sociedad. Los esclavos en el mundo antiguo, la siervos en el
medioevo y los obreros en la modernidad industrial. Tareas que sobre todo, hasta fines del siglo XIX, involucraban el cuerpo y la fuerza física.
Con el advenimiento de las máquinas, esa fuerza se convertirá en un apéndice de la máquina.
Si bien el cuerpo estará menos involucrado, eso no significa que esté menos afectado. Los ruidos de las máquinas; la rapidez en los movimientos; los turnos prolongados y los
accidentes de trabajo, empiezan a dañar la estabilidad psicofísica de los trabajadores.
Como en todo vínculo, los vínculos laborales pueden ser tanto simétricos como asimétricos.
La asimetría patrón-trabajador, estuvo históricamente caracterizada por ser un vínculo del tipo opresor-oprimido. Vínculo naturalizado, quedando el oprimido, identificado con el discurso del opresor. La salida de esta situación es una historia de luchas, de conquistas, de avances y de regresiones. La historia nos muestra lo difícil que resulta desafiar al opresor que el oprimido lleva incorporado.
El vínculo con los semejantes en el trabajo no es menos complejo, apareciendo muchas veces junto a la camaradería y la generosidad; la competencia, la envidia, los celos, las traiciones, en fin, “el sálvese quien pueda”, sobre todo en una sociedad recorrida por la desigualdad y el discurso meritocrático.
La relación con el trabajo, que como vimos, siempre supone la presencia de los demás; es una relación ambivalente. Se desea tenerlo pero también se le teme. Hay que cumplir con el otro.
Y esto es tanto más displacentero cuanto más desigual y autoritario sea ese vínculo.
El temor a ser humillado, a ser explotado, abusado, despreciado por ese otro, en posición asimétrica, está en la base de esta ambivalencia.
Como esbozamos más arriba, estar con los otros supone una restricción del narcisismo. Dicha restricción genera siempre un cierto malestar. La vida laboral no es ajena a este malestar.
Hay algo coercitivo en todo trabajo. Aún en el trabajo profesional. Pensemos, por ejemplo, lo que ocurre con el común de las personas al finalizar el fin de semana o al retornar de las vacaciones. La diferencia anímica que producen el tiempo de la libertad y el tiempo de la obligación.
Atracción y rechazo están presentes en todo vínculo con el trabajo. Aún en aquello que nos agrada hacer. Hay un momento que suena el despertador en pleno invierno y, en medio de una tormenta, tenemos que salir al encuentro con la obligación. Todo lo que nos gusta, en tanto se vuelve coercitivo genera cierto malestar. Es cierto también que ese malestar
es tanto o más soportable cuanta más coincidencia exista entre el interés personal y la tarea que desempeñamos, así como también el buen vínculo con las personas con quienes la hacemos.
Los vínculos laborales según estén basados en la cooperación, la generosidad intelectual, el compañerismo y la tolerancia, cuando algo sale mal; o en la competencia, los celos, la envidia, la humillación y el acoso moral, generarán mayor o menor malestar.
Dejours nos advierte que, el trabajo puede producir lo mejor pero también puede producir lo peor. Puede ser fuente de salud o de enfermedad.
Para poder entender la modalidad de vínculos que las personas establecen mediados por el trabajo, es imprescindible contextualizar el mismo. En un contexto de desocupación creciente y de precarización laboral los vínculos de las personas, tanto simétricos como asimétricos, mediados por el trabajo, van a verse dañados y generarán un mayor índice de morbilidad.
Las exigencias desmedidas, la sobrecarga de tareas, la ruptura de límites entre la vida laboral y la vida privada; van a trastornar los vínculos laborales y provocarán efectos mórbidos y, en algunos casos deletéreos. Dejours va a hacer referencia a las llamadas patologías de sobrecarga: “…agotamiento, problemas músculo-esqueléticos y lesiones por esfuerzos repetitivos, incluidas en tareas que no implican ninguna manipulación, consumo masivo de psicotrópicos y dependencias, tentativas de suicidio y más recientemente, suicidios hasta en los lugares de trabajo! Esto es totalmente nuevo” (Dejours,1986:2)
Hay contextos que van a favorecer lo peor del trabajo. Las políticas neoliberales, por ejemplo, son la fuente para el hostigamiento en los espacios laborales. La falta de trabajo y los despidos en masa, hacen que los trabajadores, temerosos de perder su puesto, se sometan a cualquier tipo de maltrato y reproduzcan la violencia, con sus pares o subordinados; todo lo cual produce consecuencias en su salud física y mental.
El psicoanálisis nos ha enseñado que el predominio de la libido objetal sobre la narcisista es la condición de la salud mental. Que la estasis de la libido en el yo es la fuente del sufrimiento y de la patología. Ser capaz de desplazar la energía psíquica hacia el mundo externo contribuye al bienestar, por rebaja de dicha energía, tal como lo requiere el principio de constancia. Ésta sería brevemente la explicación económico-dinámica que avala aquella afirmación freudiana que liga la salud mental a la capacidad de amar y trabajar.
Sabemos también que la desmesura (hybris), tanto de la libido yoica como de la libido objetal (psicosis y enamoramiento) es, como en los mitos de la antigüedad clásica, severamente castigada. Los extremos conducen al sufrimiento psíquico.
Freud, en su obra de 1914, “Introducción del narcisismo”, nos revela lo siguiente:
“¿En razón de qué se ve compelida la vida anímica a traspasar los límites del narcisismo y poner (Setzen) la libido sobre objetos? La respuesta que dimana de nuestra hilación de pensamiento diría, de nuevo, que esa necesidad sobreviene cuando la investidura (Besetzung) del yo con libido ha sobrepasado cierta medida. Un fuerte egoísmo preserva de enfermar, pero al final uno tiene que empezar a amar para no caer enfermo, y por fuerza enfermará si a consecuencia de una frustración no puede amar.” (Freud, 1986:82)
Tanto el trabajo y la inevitable presencia de los otros en él, requieren una movilización considerable de libido objetal.
Esto último, que favorece el equilibrio psíquico, también puede generar sufrimiento y enfermar a las personas, como plantea Dejours, cuando las condiciones laborales resultan desfavorables y desmedidamente exigentes. Trabajar, entonces, contribuye a la salud mental, como dice Freud, pero también puede dañar; toda vez que el otro aparece con toda su crueldad y desconsideración.
Cuando ese otro del vínculo laboral no nos reconoce como su semejante. Cuando sólo somos un medio para sus éxitos y los únicos responsables de sus fracasos. Cuando valemos para él tanto como una silla o un escritorio. Cuando sus críticas carecen de continencia y tolerancia y sólo están al servicio de la destrucción. Cuando el fracaso, inevitable en toda tarea, es interpretado negativamente y no como la única posibilidad de aprendizaje. Cuando la necesidad de trabajar nos encuentra con un otro despiadado; es ahí que el trabajo es el lugar de lo peor.
Bibliografía
-Bonnewitz, Patrice. (2003). Cultivemos la diferencia. La lógica de la distinción. En La sociología de Pierre Bourdieu. (pp78-79) Buenos Aires: Nueva Visión.
-Bordelois, Ivonne (2004). La palabra amenazada, Buenos Aires: Libros del Zorzal
-De Beauvoir, S. (1997). Une mort très douce. Paris: Gallimard.
-Dejours, Ch. (2000). Psicodinámica del trabajo y vínculo social. Actualidad Psicológica Nº 274, Marzo, pp.2-5.
-Freud, Sigmund (1986). “Introducción del narcisismo”, O.C., Volumen XIV (p.82), Buenos Aires: Amorrortu editores.
-Lévi-Strauss, C. (1969). Los principios del parentesco. En Las estructuras elementales del parentesco. (p. 571). Buenos Aires: Paidós..
-Sartre, J.P. (1986). Huis clos suivi de Les mouches. (p. 93) Paris: Gallimard.