Por Daniel do Campo Spada.
Con la caída de Joao Goulart sobre Brasil se consolidó la nube de la dictadura que pondría al país en línea con una segunda mitad del siglo XX, nefasto para la región sudamericana de la que no se salvó nadie excepto Venezuela con algunos gobiernos civiles que sobre el final del siglo flaquearon ante los mandatos del Consenso de Washington.
El período de Humberto de Alencar Castelo Branco.
En 1963, rodeado de presiones Goulart designó a Humberto de Alencar Castelo Branco (1897-1967) como Jefe del Estado Mayor del Ejército, creyendo que al ceder algo de espacio a los uniformados ganaba tiempo en el difícil equilibrio que debía generar día a día su gobierno de tinte progresista. Sin embargo, acceder a los resortes del Estado fue la plataforma para el Golpe de Estado de 1964. En forma inmediata designan como jefe de la Policía a Ranieri Mazzilli (1910-1975) quien da curso a un armado represivo anti-militantes como no se había visto hasta allí.
Aún así, el propio Congreso retificó al golpista Castelo Branco indicándole que debía cumplir el resto del período de Goulart por lo que asumió formalmente la Presidencia el 15 de abril de 1964. En apenas unos días bombardeó la vida cotidiana de decretos que abarcaron todos los aspectos de la vida política y civil.
El flamante dictador prohibió a los partidos políticos y persiguió en forma contundente a todos los que tuvieran ideología de izquierda o estuvieran ligados a organizaciones sindicales obreras y de trabajadores en general. La Doctrina de Seguridad Nacional diseñada por el Pentágono estadounidense se aplicaba en forma simultánea a la pérdida de independencia internacional del país. El alineamiento con la Casa Blanca en plena guerra fría fue más obsceno incluso que cuando se enviaron tropas para unirse a los aliados en la Segunda Guerra Mundial.
Al suspender la Constitución y sus derechos, Castelo Branco creó una especie de legislación propia por medio de los Actos Constitucionales que eran escritos por las propias Fuerzas Armadas y a las que los civiles debían someterse. Cualquier atisbo de queja era reprimido con la cárcel sin proceso judicial alguno cuando no directamente se cerraba con una ejecución sumaria clandestina.
En cuanto a los pequeños avances que se habían dado en los derechos ciudadanos se retrocedió en varios planos. Uno de ellos fue la elección del propio Presidente, que dejó de ser por el voto directo y pasó a ser una atribución del Congreso. De esa forma, con la intermediación parlamentaria se garantizaban las componendas conservadoras que estaban habilitadas a desconocer la voluntad popular2.
Bajo la excusa de la “Seguridad Nacional” se suspendieron los derechos políticos por diez años. No había tal amenaza externa, pero cuando se atropella la democracia se pierde hasta la elegancia. Por eso nadie se sorprendía y la cobertura de Estados Unidos le garantizaba a los militares brasileños la cuota de impunidad que necesitaban en el plano internacional.
Desde los primeros días cerca de cien funcionarios civiles de alto rango en los estamentos estatales fueron suspendidos y/o encarcelados sin causas concretas. De esta forma se cerraba el círculo de terminar con la tranquilidad de los habitantes del país que se resistieran o no colaboraran con la interrupción de la vida institucional democrática. De esta forma, solo los derechistas podían llevar una vida cercana a lo normal.
Paradójicamente, en lo económico agrandó el Estado, al mismo tiempo que prohibió las importaciones para favorecer a las corporaciones empresarias locales que se encontraban con un mercado cautivo y subsidiado en los servicios de energía y transporte. La política endógena que Washington combatía en otros países era tolerado en el caso de Brasil porque le garantizaba un aliado de peso en su combate al comunismo. Veían en Brasilia a un Gobierno amigo, mas allá de que luego terminaron penetrando en un mercado que había madurado gracias a esas políticas.
Luchas intestinas entre los militares.
Cercano a la finalización de su propio período, Castelo Branco comenzó a sugerir que se debía garantizar una sucesión en manos de civiles derechistas. Por el contrario, otro militar, Artur da Costa e Silva (1899-1969) sostenía que el proceso de transformación que habían diseñado estaba incompleto y que los uniformados debían permanecer algún tiempo más.
Como solución salomónica, en 1965 se realizaron elecciones para Gobernadores y Alcaldes. Con la proscripción de los candidatos y partidos populares, todo se trataba de un reparto entre facciones derechistas, pero ni siquiera en esas condiciones las cosas salieron como esperaban. Los sectores derechistas que ganaron en Minas Gerais y en el Estado de Guabanara manifestaron que estaban en contra del Golpe de Estado del año anterior. Por eso, el 27 de octubre de ese año se profundizó la dictadura y con el Acta Institucional n° 2 se suprimió el multipartidismo y se endureció la censura en el periodismo.
El único partido permitido era el oficialista Alianza Renovadora Nacionalista (ARENA), al que en el interior y grandes ciudades se oponía el Movimiento Democrático Brasileiro (MDB). De esta manera disimulaban los alcances de la intolerancia política, simulando un sistema falsamente bipartidario al estilo de Estados Unidos.
El Congreso pasó a ser una pantomina que respondía a las órdenes emanadas por los militares. Entre ellas estaba la elección del sucesor de Castelo Branco, cuyo candidato debía ser seleccionado de una lista de militares previamente elegidos por los jefes de las Fuerzas Armadas. De allí surgió el Ministro de Guerra Artur da Costa e Silva que ya era un claro opositor al Presidente saliente. Sin embargo, como estaba en curso una nueva Constitución se le prolongó el mandato para que la nueva “carta magna” pudiera comenzar a regir desde el 15 de marzo de 1967.
Sospechosamente, el dictador falleció en un accidente aéreo en la zona de Fortaleza el 18 de julio de ese mismo año. Con su salida y la llegada de Da Costa e Silva se consolidaba el ala militarista que quería conservar el poder en el gigante sudamericano.