Por Angel Saldomando
Se ha vuelto un lugar común afirmar que las derechas extremas están en crecimiento en el campo occidental, la constatación electoral se nutre de los datos de Europa y de América Latina, con dos hitos, la llegada a la presidencia de Trump y Bolsonaro. Esta constatación es real, pero está teñida de un fatalismo desconcertante para fuerzas políticas cuya razón de ser es justamente adversar a la derecha y su proyecto. Se asume casi como un desastre natural, como el granizo, la lluvia etc, no se puede hacer nada, solo esperar que pase, si es que pasa. Percibido el peligro se pone el énfasis en la defensa de la democracia, los valores y los derechos humanos, la defensa de la democracia se vuelve sinónimo de la resistencia a la derecha. Hay un gramo de cierto en esto, pero faltan muchos para hacer el kilo. La segunda línea de defensa es argumentar el desarrollo con inclusión contra el neoliberalismo excluyente, hay otro gramo de cierto en esto, pero luego de un recorrido de casi 30 años hay evidencia que ni el uno y el otro cumplieron su promesa. Las de fondo, porque todo siguió muy frágil, a la suerte de cualquier cambio de gobierno. Y lo peor, las mejoras se hicieron al margen de lo que el modelo neoliberal permitió. Puede que en la percepción colectiva no haya espacio para finezas analíticas y teóricas, pero la experiencia no miente, de allí que al final en la cuenta global todo parezca lo mismo. Las promesas de un futuro mejor ya no convencen o muy poco.
Las razones del crecimiento de la extrema derecha se atribuyen a manipulaciones mediáticas, malestar social, poderes fácticos, demagogia reaccionaria etc. Otro gramo de verdad en esto, qué duda cabe, pero aún seguimos lejos del kilo.
Tal vez el peso más importante, de las causas de esta tendencia, se ubiquen en otra parte, más difícil de apuntar y asumir. La más estructural es sin duda la adaptación de la izquierda y el progresismo a la administración, puramente distributiva, del capitalismo. Convertida en línea política esto requiere de dos premisas. Que haya algo que repartir y una derecha con la que negociar el reparto que discipline el modelo económico. Ambas premisas se redujeron drásticamente con el paso al modelo neoliberal y de globalización en Europa, que está ahora viviendo de lo que queda en el colchón y en América Latina esas premisas nunca existieron o fueron mínimas e históricamente excepcionales. La bonanza de materias primas y el retroceso del consenso de Washington desde 2005 en adelante creó la posibilidad de reparto, pero sin ningún compromiso social de mediano plazo con los grupos económicos dominantes. El fin de la bonanza de materias primas cerró el paréntesis redistributivo y volvimos al conflicto puro y duro, en torno a los derechos, los salarios y la captura de la renta de economías primarias. La promesa de largo plazo se disolvió, la pobreza y la polarización social se agudizaron junto con el declive de las clases medias. El crecimiento del malestar fue capitalizado por derechas que se distanciaban de su responsabilidad la atribuían al progresismo, abriendo paso a la radicalización, acicateada por problemas de inseguridad pública y anomia social. El progresismo siguió persiguiendo el pacto social y las metas distributivas cuando la rama en que se había apoyado estaba cayendo. En ausencia de propuestas más estructurales se quedó sin relato y oferta política. A medida que la situación empeoró tanto trabajadores como clases medias se alejaron de discursos exitistas, promesas y relatos redistributivos que no tenían evidencia empírica en sus vidas. La compensación social tocó sus límites y las condiciones de vida se deterioraron junto con el crecimiento de la marginalidad y la inseguridad. La derecha centrista al igual que el centrismo progre se quedaron pedaleando en el vacío. La volatilidad política se impuso en oscilaciones violentas sin aparente racionalidad. De Lula a Bolsonaro, de Boric a Kast, de Cristina a Macri, de Correa a Lenin y Lasso.
Debilitado y desorientado el progresismo se atrincheró en el buenismo, la defensa de la democracia y en una suerte de compromiso social inexistente.
El buenismo, a falta de propuestas que defender, se convirtió en una suerte de ética de comportamiento ejemplarizante a la que se convocaba a la derecha para convivir en las instituciones, lograr gobernabilidad y conciliar posiciones. Las derechas patearon la mesa y lo consideraron una debilidad y aumentaron las exigencias. La defensa de la democracia se convirtió en un discurso vacío frente a la sociedad. Por una razón sencilla pero dura. La democracia es un sistema normativo que regula el acceso y la distribución de las fuerzas políticas a las instituciones, ejerce un principio de legalidad y legitimidad peor no produce trabajo ni inclusión social si no hay proyectos políticos y fuerzas sociales que los impongan.
La defensa de la democracia sin proyecto político reconocible para la sociedad es un cascaron vacío. Y sin proyecto popular más aún. ¿Cuál es el programa del pueblo? ¿Cuantas medidas los sectores populares pueden reconocer como suyas con incidencia en sus vidas?
Díganmelo. El compromiso social es la serpiente de mar jamás encontrada en américa latina, pero que el progresismo asegura que existe. Solo el terreno compartido de las elites les hace imaginar que teniendo un volvo en el garaje amanecerán en Suecia. Algunos afirmarán que el crecimiento y el desarrollo permitirán el deseado compromiso redistributivo. La realidad es que más que imaginar un compromiso social inexistente solo una correlación de fuerzas fuertemente anclada en el modelo económico puede generar inclusión, derechos e igualdad.
Y, por último, las derechas amenazan. pero llevarse por delante todo tiene costos y ellos también hay que hacerlos visibles, no todo sale gratis.