Por Lucía Villar

Un golpe de cartón corrugado y de silencio atravesó mi pecho con un dolor de hierro y desperté. ¿En qué extraña muerte se había dormido mi existencia? Demasiados años con los ojos cerrados, con la inocencia de una niñez que aún perduraba en mi mirada. Con la ingenuidad que embalsamó mi cuerpo hasta la edad en que la firma lleva una responsabilidad ineludible. Cada día pasaba por ahí, camino a la oficina, absorta seguramente en mis preocupaciones cotidianas tejidas en pensamientos melancólicos y en sufrimientos que, a partir de esa tarde, habrían de transformarse en vanos.Un olor a ceniza y a muerte se me vino encima. Era un olor a huesos, a gritos, a vejámenes pulverizando el aire de la Plaza. La esquina sur del Cabildo con una densidad que avanzaba a pasos firmes y a cabezas erguidas por el blanco de tantos pañuelos. Con la dureza prensada en el papel color tierra, eran siluetas infinitas, todas iguales y sostenidas por palos. Cada una identificada con nombre, apellido y fecha de desaparición. Y el horror que, por primera vez, vino a despabilarme con una bofetada nacida de una pesadilla tan cruel como real.