Las reformas progresistas.
Por Daniel do Campo Spada
Aunque el contexto posterior a la segunda guerra mundial permitió la apertura de cierto estado de bienestar en gran parte del mundo occidental, Guatemala se convirtió en un espacio de avanzada respecto a sus vecinos centroamericanos. Es imposible determinar hasta donde la presencia del Presidente Arévalo en la Argentina pre-peronista puede haber influido en ello, pero las coincidencias con la posterior (porque llegó un año después) experiencia justicialista en Sudamérica no deja de llamar la atención. Cabe acotar que en algunos aspectos lo que ocurrió en la nación centroamericana fue más profundo.
Los revolucionarios crearon el Banco Central para interceder en un mercado financiero en el que el abuso de las entidades privadas multinacionales era moneda corriente. La reforma bancaria se convirtió en el estandarte de una economía dirigida por el Estado que sería central en los tiempos que comenzaban. Además, establecieron una paridad cambiaria en la que el Quetzal se equiparaba con el dólar, al tiempo que se buscaba desestimar el uso interno de la divisa estadounidense, en un sentido inverso al que empezaba a tomar el comercio mundial. Mientras las naciones le abrían la puerta a la dependencia económica de Washington, los guatemaltecos se animaban a tomar por bandera la soberanía nacional.
Cuando expresamos que se profundizó un poco más de lo que el peronismo se atrevió en Argentina, hay que mencionar la reforma agraria, central en una economía tan dependiente de la actividad terrateniente. El peronismo solo se quedó en el Estatuto del Peón, donde se regularizaba al campesino, pero en esencia no tocó la propiedad de la tierra, mas allá de que el IAPI (encargado de las exportaciones) fue una elemento regulador importantísimo. Los guatemaltecos entendían que allí estaba el nudo de la cuestión, considerando que la propiedad estaba muy concentrada en manos extranjeras, fundamentalmente estadounidenses. Esta movida junto a la acusación de que se estaba ante un gobierno comunista sería la puerta de entrada a la invasión yanqui que terminaría con esta experiencia.
En otro de los aspectos en los que se puede decir que la reforma agraria fue de avanzada es tanto el respeto a las comunidades originarias. La propiedad indígena, que reunía a más de la mitad de la población total, se permitía en forma colectiva descartando la posesión individual muy propia del capitalismo salvaje.
La presencia activa del Estado quedó de manifiesto en la creación del Instituto de Fomento de la Producción (INFOP)1 desde donde se impulsaban tanto la agricultura como la industria en base a un master plan y no a la espera de las iniciativas privadas espontáneas que solo producen mayores desequilibrios y desigualdades. La acción del gobierno de Arévalo permitió que la producción pasara de 7.000 quintales en 1947 a 120.000 en 19532. Como bien dice en su obra Beatriz Ruibal, la idea era romper el poder del que disponían los pooles estadounidenses, propios de una economía pequeña. Si se agrandaba la producción, el peso específico de las decisiones tomadas en Washington o Nueva York se diluía.
La injerencia indirecta de los extranjeros se puede obervar en el tema del petróleo. En 1948 se impulsó la exploración de crudo con un ritmo interesante, pero cuando en 1949 el Gobierno creó el Instituto Nacional del Petróleo, los inversores extranjeros paralizaron la producción. La nueva ley determinaba que el subsuelo era de la Nación y que ante cualquier conflicto los capitales guatemaltecos tenían prioridad. Los directivos de empresas extranjeras comenzaban a reclamar en sus oficinas de Texas la intervención directa (incluso armada) de la Casa Blanca.
En las nuevas disposiciones legales el Estado de Guatemala se quedaba además con el 12 % de la producción bruta a manera de impuesto, exigiendo al mismo tiempo que las refinerías debían estar radicadas en el país. Estos dos elementos alteraron a los estadounidenses, acostumbrados a expoliar las riquezas y materias primas en tierra ajenas y llevar la valorización del producto a su propio territorio.
Las potencias estaban acostumbradas a ser las dueñas de las explotaciones, pero el concepto de que la Nación era la única dueña del subsuelo llevaba a que se considerara cada explotación como una concesión. Y cuando esta terminaba, la propiedad de la misma, junto a todo el material instalado volvía al Estado, algo que resultaba intolerable a las corporaciones.
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