Por Ciro Annicchiarico (*)
La estrategia reaccionaria se expresa en etapas
La generación de alarma por la inseguridad y la corrupción constituyen el caballito de batalla de la derecha en los procesos democráticos progresistas que intentan de algún modo reducir sus privilegios, afectar los intereses de los sectores con mayor poder y propender a la redistribución equitativa de la riqueza. Recién cuando dicha estrategia comunicacional les falla intentan otras vías en una escala de menor a mayor, hasta llegar a las más directas, como las acciones desestabilizadoras, y dado el caso los golpes e invasiones.
Cuando la derecha intenta domesticar los “desvíos populistas” de las democracias formales, empieza por insuflar el miedo a la inseguridad y la indignación ante la corrupción, como certeros antídotos contra gobiernos que se han tomado en serio la democracia. Si el país se ubica entre los de menores niveles de violencia y criminalidad en todo el continente, o los hechos aislados de corrupción son cometidos por algunos individuos sin que el fenómeno sea generalizado, eso no importa, lo que se proponen hacer es tomar esos reducidos niveles delictivos y colocarlos en el centro del escenario comunicacional. Convertirlos en el tema central, repetido, preferente y omnipresente de noticieros televisivos y títulos de diarios de mayor circulación. La magnificación de casos aislados de inseguridad y corrupción, pasarán a ser por arte de prestidigitación mediática el tema principal de conversación y preocupación de vastos sectores sociales. El miedo y la indignación de la clase media ante la sensación de inseguridad y los hechos de corrupción, respectivamente, resultan armas eficaces para el freno de cualquier proyecto político que pretenda hacer de la justicia social, de la redistribución de la riqueza y la limitación de privilegios de las clases dominantes, algo más que una vacua cantinela de campaña.
Asustar e indignar a las clases medias, propensas a las lecturas superficiales, es la mejor inversión del establishment conservador. En principio. Si falla, vendrán las fakes news (noticias falsas) más intensas y elaboradas por expertos (Duran Barba, conductores de programas políticos pagos por el establishment, equipos de trolls solventados por el oficialismo, etc.) en moldear el imaginario; vendrá el lawfare (persecución judicial impulsada por jueces reaccionarios, corruptos o simplemente burócratas, falsificando procesos), después, o paralelamente, y alimentado por el sentimiento social creado por las referidas acciones psicológicas, las acciones directas de desestabilización, como fue en su momento el alzamiento antidemocrático del llamado “Campo” en nuestro país, inclusive montados sobre errores propios inteligentemente aprovechados, la invención de supuestos fraudes electorales, la intromisión de organismos y potencias extranjeros con recursos económicos, o lisa y llanamente de manera directa. Si todo lo anterior falla, como ocurre en estos momentos en Bolivia, se impone echar mano del último plan alternativo o etapa: los golpes de estado, las balas, la tortura, la muerte. El fascismo haciéndose cargo de manera directa y desembozada: “dispusimos una cacería del hermano del ex vicepresidente Alvaro García Linera” (Arturo Murillo, ministro de facto en Bolivia tras el golpe de estado). Expresión fascista más clara imposible de encontrar, equivalente a la famosa y tremenda del ex gobernador de facto bonaerense Ibérico Saint Jean: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes y, finalmente, mataremos a los tímidos”. Son expresiones que anuncian el horror de manera desembozada, el fascismo en su esencia desprovisto de todo pudor.
El autor detrás de los autores
Pero lo anterior, en cuanto hace a las etapas que va intentando la reacción, no puede considerárselo de manera desvinculada de otro aspecto de la realidad, tan duro como el. Ese aspecto inescindible está conformado por dos premisas que se combinan dialécticamente. La primera es que la causa fuente productora de los delitos graves, es decir de aquellos que verdaderamente generan violencia que puede proyectarse a la sociedad en su conjunto, y que son el principio de la manipulación reaccionaria, es el crimen organizado. Y la segunda es el dato inequívoco de que es imposible la subsistencia en una sociedad cualquiera del crimen organizado si las agencias estatales competentes estuviesen decididas a impedirlo. Dicha relación dialéctica, expresada en otros términos, equivale a afirmar que el desarrollo del crimen organizado en una determinada sociedad es directamente proporcional a la tolerancia y complicidad de las agencias estatales que tienen como fin controlarlas y desactivarlas. O, lo que es lo mismo: que el crimen organizado no es posible sin la complicidad, y en muchos casos la traición, de los organismos estatales de control, que son los sistemas policiales, políticos y judiciales. Los ejemplos abundan, están diseminados tanto en el tiempo como en la geografía, es decir no solo históricamente, y no solo en nuestro país sino en la experiencia de otros numerosos países: Colombia, regiones de México, Ecuador, Brasil, Argentina.
Ahora bien, el crimen organizado no debe entendérselo como una suerte de tecnificada y compleja asociación delictiva que se reúne en soterrados lugares, días señalados, validos de armamentos sofisticados y una logística de punta, a fin de pergeñar ataques espectaculares, como suele vérselo en las películas. Eso es fantasía, pura distracción. El crimen organizado muestra principalmente características difusas, muchas veces de reglas no escritas, es el de las mafias heterogéneas organizadas en torno al criterio de control de espacios o rubros delictivos, casi siempre apoyadas en pactos implícitos y reglas tácitas, entre referentes predominantes de distintos organismos y corporaciones, no gubernamentales y gubernamentales, que forman parte de la sociedad, como montado sobre una red invisible que atraviesa la sociedad entera y que gobierna su funcionamiento. El crimen organizado no debe ser visto exclusivamente como un grupo de personas que se complotan en un altillo para cometer un hecho ilícito determinado, el asalto a bancos, el secuestro de personas con fines extorsivos, una banda policial armada en paralelo a su función formal, el control de la esclavitud sexual, el tráfico de órganos, el control del narcotráfico en una región determinada o el monopolio en el manejo de un tipo determinado de estupefaciente, de venta de armas, etc., aislados del contexto. Claro que esas formas constituyen crimen organizado y pueden también incluir preparativos de esas características, pero quedarse exclusivamente con esa visión es una forma de mirar la realidad con anteojeras.
Esas anteojeras pretenden ponérnoslas quienes conforman el más importante y relevante crimen organizado, que es el que ponen en práctica miembros de las corporaciones de existencia legal, que colonizan las instituciones de la República, y que se dedican a desviar su función, pasando, por el contrario a su fin legal, a administrar y dar aval a cada uno de aquellos “rubros” de crimen organizado, que no son más que satélites del crimen organizado principal: el que se esconde detrás de los ropajes institucionales. Todos, cada uno y el conjunto, bajo el paraguas de la protección institucional, actúan a favor de sus intereses y privilegios sectoriales, repartiéndose “cajas de recaudación ilegal”, según el metier a que cada uno se dedique. En vez de evitar los distintos tipos de delito organizado, se valen del poder legal que les da la función pública, en cualquiera de sus niveles y jerarquías, tanto en cuanto hace al ejercicio del poder político y armado, como luego a la función investigativa y judicial, para, por el contrario, administrarlos. El ejemplo más reciente, y clarísimo, lo tenemos en el gobierno nacional próximo a retirarse el 10 de diciembre de 2019: un grupo de empresarios dominantes y CEOS de la economía nacional y multinacional, de pronto se han visto ocupando cargos de primer nivel en la administración pública, cuyo objetivo se supone es el bien común, pero que por su naturaleza –podría decirse que genética, echando mano de conceptos biológicos-, no pueden sino continuar operando como empresarios en defensa de sus intereses y utilidades económicas y financieras en beneficio de las corporaciones de las que provienen, por sobre los de la comunidad, a la que siempre han visto cómo sus “consumidores cautivos”, sus “trabajadores dependientes y explotados”, sus “obreros de maestranza”, y sus “empleados” precarios, repitiendo así las mismas prácticas patronales y corruptas que aplican y entienden como “naturalizadas” desde la perspectiva de la función empresarial privada, mirada de la que les resulta casi imposible salir. Por eso es que no pueden escapar de una visión del mundo social y político sino desde una mirada de costos y beneficios económicos, una mirada de caja registradora. Es obvio que serán funcionales, ahora desde los órganos del estado, para avalar y servirse de las distintas máquinas de crimen organizado que desde antes ya formaban parte desde el llano. Es que la evasión fiscal impositiva, el arreglo de licitaciones, la cartelización, la búsqueda de ganancias sin límites como único sentido de sus vidas, la concepción del empleo como un costo y la convicción de que el crecimiento y desarrollo de un país es únicamente el crecimiento y desarrollo propio de su sector. La naturalización de estos modelos produce a su vez la arraigada sensación de que los sectores que no están de acuerdo con estos esquemas son los únicos capaces de incurrir en infracciones y delito, resultando por completo ciegos a los delitos, muchísimo más graves por sus consecuencias en el seno social, que su sector comete, dado que no los entienden como tales sino que, según su imaginario, “forman parte de la naturaleza en la gestión de sus asuntos”, mientras que las aspiraciones de inclusión –inclusive mínimas- de los sectores populares son efectivamente descalificados como infracciones: “Les hicieron creer a un empleado medio que podía comprarse celulares, plasmas y viajar al exterior” (Javier González Fraga, economista macrista).
En la realidad cotidiana esto se expresa y puede visualizarse prestando atención a distintos datos. Si quien produce el hecho delictivo organizado es quien participa de él vestido con el traje de funcionario, después quien lo investiga, y luego el que lo juzga, el círculo de la autonomía del estado paralelo de ilicitud organizada e impunidad se aproxima a la perfección. Así existen y funcionan las redes de trata de personas, las de producción y comercialización de estupefacientes, las pandillas de niños marginales explotados por ciertos policías jefes de calle, las bandas que se dedican al robo de autos, las de piratería del asfalto, las que se dedican a desvalijar casas, a fraguar sumarios, a manejar el negocio del fútbol… Son aceitadas redes complejas de “permisos y repartos”, en las que, como ocurre en toda agrupación criminal, devienen habituales las traiciones, los desvíos y los ajustes de cuentas, que inciden de paso funcionalmente para la reacción antidemocrática como casos útiles para la difusión distorsionada y para incentivar la alarma social. Salvo aislados e ingenuos principiantes cuyas acciones no moverían el amperímetro de ningún índice delictivo, es literalmente imposible que esos delitos organizados existan y se mantengan sin la participación y cobertura de miembros del sistema legal de seguridad. No improbable. Lisa y llanamente imposible. Si la voluntad real del poder político y las fuerzas de seguridad formales fuera impedir la existencia de cualquiera de esas variantes del crimen organizado, no tardarían más de algunas horas en desactivarlas. Muchos se asombrarían si supieran el profundo nivel de conocimiento territorial que tienen las policías en sus respectivas jurisdicciones. Hay que decirlo: las prácticas de inteligencia interna sigue tan vigentes como siempre. Nada, nunca, se les escapa. Si quisieran, evitarían realmente los hechos que después los medios masivos de derecha agitarán en sus titulares. No lo hacen porque les son funcionales. Por su parte, si el poder judicial, no solo federal sino también los provinciales, funcionan en gran medida como convalidantes casi ciegos de aquel círculo de autonomía e impunidad policial, entonces ya no se trata de una aproximación a la perfección del control de la alarma social, sino de la perfección misma. Recordemos la provincia de Santiago del Estero durante la gestión de los Juárez, la actual provincia de Jujuy bajo el dominio monárquico de Gerardo Morales, y ni qué hablar de la conocida historia de la provincia de Buenos Aires a partir del aparato construido por el ex gobernador Eduardo Duhalde, que configuró durante su influencia un poder judicial lisa y llanamente militante del aparato duhaldista. Aunque, a fuerza de honestidad, este cuadro nefasto no es exclusivo de las mencionadas provincias, sino de todas, en mayor o menor medida. Puede verse así, claramente, el arma poderosísima con la que cuentan los sistemas formales controlados por la derecha, que no es otra cosa que la administración en tiempo real de los niveles de alarma social: gobierno del delito, complicidad de parte importante de la política, fraguado de las investigaciones policiales y ulterior convalidación por parte del sistema judicial.
La maldita ecuación
Está claro entonces que la derecha no tiene ni tendrá ningún interés en eliminar ni la inseguridad ni el clima de inseguridad, que al mismo tiempo se encargará de propagar como herramienta de domesticación de gobiernos que le resulten molestos para sus intereses. Precisamente porque es una de sus armas más eficaces para condicionar y neutralizar a los gobiernos populares y progresistas que indeseablemente para ellos puedan aparecérseles como obstáculos en el camino de sus privilegios. Jamás eliminaría tanto una de sus armas más importantes de control social, como también una de sus más eficaces herramientas para socavar el apoyo popular de gobiernos que vayan en contra de sus intereses. La directa connivencia entre el establishment, los políticos de derecha y/o corruptos, los sistemas policiales, el crimen organizado y sectores del poder judicial burocratizado y muchas veces cómplice, está a la vista con lo que ha explotado hace un tiempo en Santa Fe, en Córdoba, en su momento en Catamarca, en La Rioja, también durante la que se llamó en la provincia de Buenos Aires “Maldita policía de Klodczick”, en Mendoza, etc., y existe sin dudas también en otras provincias, en las que solo falta el escándalo correspondiente que lo ponga en el centro de la atención.
Y la utilización de esa red nefasta para difundir el miedo y generar indignación popular, con el fin de restringir derechos, aumentar el control social y condicionar a un gobierno progresista, se pone por su parte de manifiesto por el hecho paradojal de que cuando esas alarmas generan el esperado “clamor social por seguridad”, el duro despliegue estatal se dirige no hacia las verdaderas fuentes de la criminalidad grave, sino de manera difusa hacia la propia sociedad que la sufre. Se cumple así la maldita y paradojal ecuación, que como una secreta y efectiva pócima guarda la derecha para prevenir cualquier intento de reducir sus privilegios y hacer justicia social en serio: los sistemas que producen los niveles de inseguridad, son los convocados después por la propia ciudadanía víctima para evitarla. En la práctica, lo que harán es reducir y afectar los derechos personales y los derechos sociales que el gobierno democrático trabajosamente pudo haber recuperado hasta el momento, a la vez que se dañarán importantes acuerdos políticos. La derecha habrá conseguido su cometido. Volverá al gobierno y al manejo directo de los resortes estatales que por un tiempo se vio resignada a timonear, pero el país seguirá estando entre los mismos y tal vez menores niveles de violencia y criminalidad en el continente, y la criminalidad organizada seguirá existiendo invariablemente como hasta entonces. Los “muchachos” seguirán haciendo sus negocios como siempre. La producción y comercialización de estupefacientes, el robo de autos, el manejo de la esclavitud sexual, la trata, los desvalijamientos de casas, las pandillas de chicos desahuciados dados vuelta por el consumo de tóxicos armados por el jefe de calle y las salideras bancarias, no se reducirán en modo alguno. Todo será igual. Solo que ahora dejarán de ser tema central en los medios masivos, no saldrán constantemente en los carteles de TN, La Nación, Infobae, América, Crónica o en la tapa de los diarios del establishment. Irán en las páginas de policiales, como notas perdidas. Y así, la derecha habrá conseguido su cometido.
A modo de conclusión y propuesta general
Tomar estas premisas como base de información, como datos indiscutibles de realidad, para a partir de allí diseñar una estrategia de temprana neutralización de la reacción que sin dudas sobrevendrá ni bien asuma el nuevo gobierno nacional y popular, es imprescindible si se pretende en serio y no de una manera meramente escenográfica, revertir el ciclo de fracasos en la consolidación de un definitivo gobierno democrático y de derecho en la República Argentina, inclusive cualquier sea el partido o movimiento político que gobierne, dentro del espacio verdaderamente democrático, republicano y respetuoso de los derechos esenciales que establecen nuestras leyes y la Constitución Nacional. Ello a fin de que prevenga de raíz la posibilidad de un golpe que, no tengo dudas, ya sea de baja intensidad, palaciego o cruento, desde ya está preparando la conocida embajada con los sectores más retrógrados de la vida nacional, en el marco del nefasto renacer de la reacción de derecha dictatorial en Latinoamérica, que hasta hoy creíamos definitivamente superada, y que en realidad estamos viendo azorados que no lo está.
(*) Ciro Annicchiarico
Abogado penalista
Especializado en derechos humanos
Especializado en seguridad ciudadana para un estado democrático
Ex miembro del equipo de juristas del Instituto de Política Criminal y Seguridad, en la Intervención a la Policía Bonaerense, Gestión Arslanián