Por Daniel do Campo Spada
En cada ocasión en la que hablamos de cultura en la Argentina de 2018 surge un interrogante dominante que no podemos responder en forma lineal. ¿Podemos pensar en producciones culturales cuando estamos en un régimen opresivo? ¿Cuándo hay hambre podemos pensar en literatura? ¿Con presos políticos es válido ocuparme de la música o la pintura? ¿Con cientos de miles de personas que pierden sus trabajos durmiendo en la calle puedo ocuparme de la arquitectura como manifestación de una sociedad?
En un contexto agobiante como el que estamos viviendo en las postrimerías de la segunda década del siglo XXI parece una banalidad dedicar tiempo a la poesía, que indefectiblemente nos lleva hacia una libertad de espíritu que no tenemos en el plano físico en la República Argentina. Aunque seguramente hay no una sino cientos de bibliotecas al respecto trataremos de usar algunos puntos de anclaje para aproximarnos a una respuesta de momento inabarcable.
En la Alemania nazi el nacionalsocialista Joseph Goebbels enumeró once puntos necesarios para controlar a una población en una dictadura. 1) Principio de simplificación y del enemigo único. 2) Principio del método de contagio. 3) Principio de la transposición. 4) Principio de la exageración y desfiguración. 5) Principio de la vulgarización. 6) Principio de orquestación (repetir hasta el hartazgo una noticia que aunque sea falaz se interpreta como verdadera. 7) Principio de renovación. 8) Principio de la verosimilitud. 9) Principio de la silenciación. 10) Principio de la transfusión. 11) Principio de la unanimidad.
Si retomamos el punto de la banalización podríamos acercarnos al debate cultural. Sosteniendo de entrada que cultura es todo lo que hace el humano le hacemos el agregado que un “buen” producto cultural es aquello que nos hace crecer. Crecer entendiendo ese término como el enriquecimiento, contrapuesto al embrutecimiento.
Embrutecer sería el equivalente a atrofiar nuestra capacidad de significar, construir semiosis y modificar la construcción de realidades. La cultura debe movilizar, en tanto que la banalización es inmovilizar. Una persona despojada de sus habilidades intelectuales se queda quieta. Por el contrario su posesión implica acción. Cuando desde la televisión, la radio y los diarios se nos habla de inseguridad se nos inocula un miedo paralizante que nos lleva a lo privado, a lo individual. De allí surgen los entretenimientos caseros, los delivery de comidas (excelentes para no tener que salir), los barrios cerrados y la individualidad (en la que los demás se “benefician” de mis esfuerzos).
La tecnología permite interactuar de otra forma. Podemos tener amigos, relaciones familiares y laborales con personas a muchísima distancia, pero… le retiro el cuerpo. Todo lo convierto en una virtualidad digital. Y el humano es cuerpo y alma, por lo que en el retiro de lo físico entro en una individualidad que me permite el cubículo privado. Si no concurro a un lugar específico me siento solitario aunque probablemente sean muchos los que están interactuando en una plataforma de bits. Se diluye el espíritu de lo colectivo. Y eso es esencial para el control que la Posdemocracia necesita de las masas.
El mundo industrial agrupó a los humanos en las fábricas y desde ese contexto de opresión y explotación surgieron las corrientes positivistas más justas de la historia de la humanidad. Hoy los servicios se pueden obtener desde cualquier dispositivo por lo que la distancia y la soledad son los valores que hoy se desagregan del humano. Hay una cuota innegable de confort que nos impide descubrir la red de la dominación.
En cuanto a la vulgarización queda claro que es algo que el régimen argentino perfeccionó pero que ya trabajaba el comunicólogo canadiense Marshall Mc Luhan1 cuando en “El medio es el masaje” (sí, leyó bien) teorizaba con los individuos de la sociedad posindustrial (en otros ámbitos posmoderna) que llegaban a sus casas y solo buscaban el televisor. Tras un día de trabajo hostil y competitivo lo único que deseaban era relajarse y no ponerse a pensar en su alienación. La serie de dibujos animados “The Simpson” es un reflejo de esta óptica.
En ese rango cumple un rol esencial programas de televisión como los de las animadoras-actrices Mirta Legrand y Mariana Fabiani. Dentro de lo que parecen programas livianos mezclan temas banales con los políticos. La falta de vuelo intelectual de las conductoras ayuda a convencer de que son “una más de nosotros” y por eso su perversidad en el mensaje llega más profunda. No es alguien erudito del que podríamos desconfiar en sus intenciones. Son “doñas”, similares a las que podríamos encontrar en la cola del almacén o la verdulería de cualquier barrio. No disponen de mucha preparación intelectual y aunque eso no disminuye su mala intención discursiva las hace más creíble. Ni que hablar de Susana Giménez. La ex vedette, ligada a la televisión y el cine de la dictadura militar (1976-1983) llama a Mauricio Macri como “Presidente Mau” y con eso lo humaniza. Por supuesto que lo acompaña con preguntas de una tía (¿Qué comida te gusta? ¿Cómo conociste a Juliana? ¿A qué jugás con tu hijita?) que buscan crear una imagen normal de alguien que no fue criado ni vive como una persona común del pueblo.
Lo banal distrae y eso hace que muchas personas vean en su agenda de preocupaciones temas que no son los propios. Entonces el común de los ciudadanos está más preocupado por el autor de un asesinato u otro mientras que le aumentan los servicios, recortan sus posibilidades de jubilarse, les sacan los remedios y otros etcéteras que siempre son en contra de todos, pero… las personas (o “la gente” como le gusta llamarlos a la derecha) están ocupados en dilucidar esos otros temas que no le cambian la vida.
Cuando alguien busca una definición de “arte” esgrime que “debe movilizar”. Y eso es precisamente lo que debe hacer la cultura. Por eso desde diciembre de 2015, a nivel nacional, se repitió lo que el PRO hizo desde 2007 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Cerraron salas, talleres populares de todas las manifestaciones artísticas y pauperizaron al sistema educativo público. Hasta lo “cultural” (en el recorte que estamos sugiriendo) pasó a ser objeto de la comercialización de mercaderías. Si no pertenece al circuito comercial (al que no accede la mayoría, tanto de artistas e intelectuales como de público) no tiene lugar. Y el que está en ese espacio comercial sabe que hay restricciones ideológicas si quiere seguir estando allí, en ese lugar. Pregúntele a la larga lista de artistas que el macrismo ha censurado en la televisión y el cine, el fin de los planes de apoyo al cine, de fomento al teatro y a las radios populares. Hasta María Vidal, Gobernadora de la Provincia de Buenos Aires cerró más de cuatrocientos bachilleratos populares. En la Ciudad de Buenos Aires el Jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta (también macrista) avanza (al momento de este escribir este texto en 2018) en el cierre de los 29 Profesorados de la Capital Federal. Mientras crea una Universidad Pedagógica desideologizada (¿es posible ello? O es un eufemismo para ser de derecha) crea una red de “Líderes Pedagógicos” (estudiantes avanzados) para reemplazar a docentes cobrando escasamente menos del tercio de un sueldo mínimo de un educador.
En la Apertura de la 44º Edición de la Feria del Libro de Buenos Aires, profesores de los bachilleratos populares bonaerenses y los profesorados porteños impidieron que el Ministro de Cultura del régimen hablara como si en la Argentina no pasara nada. Pablo Avelluto2 es un hombre que pertenece al mundo editorial internacional concentrado y responde a esa mercantilización de una cultura para pocos.
Este capítulo lo comenzamos con una pregunta que no hemos olvidado. ¿Podemos consumir cultura en medio de una sociedad destruida y sin libertad? Antes que podamos pensarlo, el régimen se ocupó de la respuesta y para ello se encargó de crearnos distracciones suficientes para que solo incorporemos cultu-basura que se encargará de anestesiarnos los suficiente para que no seamos conscientes del derrumbe.