Por Martín Samartin.
(Lic. en Ciencia Política – UBA / CEDIAL)
Hace un par de semanas, Mirtha Legrand acusó al presidente de “negar la realidad”. Los dichos recientes de Macri, al día siguiente del primer paro de la CGT contra la ola de políticas pro-corporativas de su gobierno, parecen confirmar las sospechas de la conductora televisiva. “Aquí no hubo un paro sino una oportunidad” –dijo el Presidente apenas un día después de la contundente medida de fuerza. Sin embargo, el autismo político de un líder de Estado encerrado en un foro de empresarios y banqueros, con un país parado a su alrededor, no parece tener causas psicológicas. De lo que aquí se trata es de estrategias discursivo-electorales cuyas fórmulas vacías, abstractas y generales rindieron el fruto esperado para el partido gobernante en las pasadas elecciones presidenciales de 2015.
Este tipo de fórmulas, basadas en consignas simplificadoras, en imágenes viscerales y en slogans publicitarios, parece reiterarse idéntico en distintos escenarios: “los sindicalistas son mafiosos”, “los jueces son kirchneristas”, “a la multitud la llevan en micro a la Plaza por el premio del choripán”, etc. A pesar de la nula densidad conceptual e histórica de esta fraseología barata, reiterativa y nada original que compone el médula ideológica del relato macrista, esta prédica encuentra eco en el núcleo duro de los seguidores del PRO que votaron a su candidato en las PASO de 2015, aproximadamente un 25% del electorado, el cual se identifica con tales consignas, o al menos las utiliza para esconder debajo de ellas sus intereses de clase. Se trata, en efecto, más allá de tilinguerías aspiracionales de ciertos sectores medios, de la clase patronal. Los sindicatos, las huelgas y los derechos laborales siempre afectaron y afectarán los intereses de estos sectores; de donde se deduce que de nada sirve una diatriba dialéctica con ellos sino la pura y dura lucha organizada de los sectores subalternos. No se trata, entonces, de una lucha discursiva sino de un combate por ganar la calle. Históricamente ha sido esto último, y no lo primero, lo que otorga legitimidad social a las fracciones en pugna. Y esto preocupa al gabinete nacional.
Pero la calle no lo es todo. En los años 90 los gobiernos neoliberales de Menem y De la Rúa presentaron el mismo plan económico pero, en aquella oportunidad, sin eufemismos encubridores: Menem hablaba de privatizaciones cuando iba a privatizar; Cavallo hablaba de reducciones salariales cuando recortaba salarios y jubilaciones. Y si hay que reconocerle algo a la derecha, es que sus cuadros aprenden de su propia experiencia. La nueva versión de la derecha neoliberal busca conjurar el fantasma del 2001 con una serie de eufemismos que, al menos antes del 10 de diciembre de 2015, le dieron buenos resultados: varios tipos de “sinceramiento” (de precios, de cantidad de pobres, de tarifas, de inflaciones reprimidas…) han acosado en estos 14 meses de gobierno el oído de los argentinos. Es el gobierno de los eufemismos. Como su plan económico es inenarrable, como sus verdaderos objetivos son inconfesables ante la población general, la tensión que presenta el gobierno de Cambiemos no es ya entre economía y política (como era la que se presentaba bajo el kirchnerismo) sino entre la economía real y los significantes. Esta tensión comunicacional, a pesar de ser inherente a todo lenguaje, emerge de las encuestas y de los focus groups de los asesores de marketing del gobierno de manera premeditada, esquemática, planificada. Son conocidos los scripts que se reparen entre los equipos de funcionarios con el listado de respuestas a dar ante toda posible pregunta incómoda de periodistas o de legisladores de otras fuerzas políticas. Esta tensión comunicacional tiene, por supuesto, una teatralidad desbordante donde no cabe lugar para la improvisación. Todas las semanas podemos escuchar respuestas y frases idénticas en boca de todos los funcionarios del PRO, sus aliados y periodistas afines al gobierno.
Este paquete cerrado de la comunicación oficialista entra –como dijimos– en tensión con el proceso económico real (y sus consecuencias sociales) pero, fundamentalmente, constituye una pieza fundamental en el armado de poder del macrismo como sustituto de la “política”. Y aquí no estamos diciendo que el gobierno no siga políticas bien definidas (como las que hacen posible la veloz y descomunal transferencia de ingresos de toda la sociedad hacia los sectores más concentrados de la economía, a saber: el sector minero y agroexportador, el sector financiero, las energéticas y el Grupo Clarín) sino que nos referimos a la falta de capacidad de negociación política de estos sectores duros de la clase dominante. “No hay plan B” –dice el gobierno. Esto quiere decir: los sectores en el poder no están dispuestos a ceder un solo centavo. Por eso, su gobierno no tiene margen de negociación. En tales circunstancias, ante la ausencia de política (entendida como capacidad negociadora), a Cambiemos le queda un solo camino: la represión de la protesta social y el cinismo comunicacional. El día que este gobierno pierda una elección porque su relato ya no resulte creíble, será muy tarde de todos modos: los grupos económicos beneficiados por sus medidas ya habrán realizado la acumulación extraordinaria de renta que venían reclamando. Las editoriales de La Nación de los primeros días de gestión macrista, con el programa de gobierno, no nos dejan mentir. En última instancia, a las palabras se las lleva el viento.
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