Muchos años y esfuerzos había empleado en el intento de olvidar.
Llevaba el recuerdo del horror impreso en su cuerpo, eso nada se lo podía borrar, pero quiso preservar su mente. Prefirió no hablar, no ahondar en detalles. Apostó a la vida a través del estudio, el trabajo, la maternidad, al mismo tiempo que se rodeaba de un halo de misterio y de desconfianza hacia quienes la rodeaban, hacia la sociedad toda. Sociedad que vivía ignorando lo sucedido y sin intenciones de aclarar la verdad ni buscar la justicia. Su historia era personal, el resto estaba incapacitado para entenderla, mejor cubrirla con un manto de oscuridad y olvido — pensaba.
Pero muchos habían quedado en el camino y corrido una suerte aun peor que la suya. Esos, los que habían sido sus compañeros, los soñadores de utopías compartidas, de tanto en tanto, reaparecían en sus añoranzas, en sus deseos de abrazos y palmadas.
El día en que encontraron a la hija de los amigos desaparecidos y que la abuela besó por primera vez el rostro de su nieta, ese día su corazón latió a mil, las imágenes se le atropellaron y ya no fue posible parar la catarata de recuerdos, ni la necesidad de decir y dar a conocer.
Primero a sí misma, luego a los suyos, los hijos que siempre se lo reclamaban. Más tarde a los amigos de la segunda etapa de su vida y a los sobrevivientes, a quienes buscó hasta encontrar. Unos y otros se abrazaron, por fin lloraron juntos y, en el eco de lo que ya muchos habían hecho, se animaron, dieron testimonio ante la justicia y fueron escuchados para que nunca más semejante horror, volviera a suceder.

Silvia Inés Gonzalo
12/10/2017

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